La policía colombiana se encamina a convertirse en el brazo armado de la represión del Estado, en particular del gobierno y en concreto, del uribismo. En los últimos años se ha evidenciado el crecimiento sistemático de un accionar agresivo por parte de cientos de agentes contra la población civil. Esto no responde a hechos aislados sino a prácticas formativas que rayan en muchas ocasiones con una especie de policía política.
Decimos policía política porque cada vez se hacen más recurrentes las imágenes y videos de policías sin sus respectivos números personales de servicio. Así que si unos policías detienen manifestantes y los ingresan a vehículos sin distintivos institucionales y sin rumbo, no estamos lejos de escenarios en los que ya no existen las garantías de una democracia en la que las distintas ramas del Estado actúan de forma independiente. La cuestión se agudiza cuando se reconoce que el gobierno uribista tiene en su bolsillo instituciones como la Fiscalía, la Defensoría y la Procuraduría.
Si se conversa con un policía se aduce que ellos sencillamente cumplen su función. Esta revelación ya es una formulación de propósitos en los que se acentúa la cuestión del deber, el cual conciben con relación al orden, que generalmente lo restablecen con el uso de la fuerza, que en realidad es una opción por la violencia. Ante esto hay que hilar despacio, hagamos un breve recorrido por otros argumentos.
Es evidente la sobrevaloración de conceptos como “patria” y “nación”, esto lo afirma el gobierno y también las fuerzas militares. Los han convertido en un discurso que utiliza de forma retórica, pero con argumentos mediocres, azuzando su imaginario de héroes. Pero resulta que ahora del otro lado no hay un grupo armado con una formación bélica y dotado de fusiles de asalto, sino cientos de miles personas exigiendo que el Estado no los robe más. Básicamente se sustentan en la idea de que con su represión hacen patria.
Otro factor a considerar es que, en principio, la policía está para garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales, pero pareciera que muchos de ellos entienden ese derecho como la validación de la corrupción del gobierno. Así las cosas, se abre el camino de la inconstitucionalidad y de la consideración del gobierno como un régimen, cercano a un régimen del terror y tan parecido a las dictaduras del sur del continente en el siglo pasado.
Es una ecuación sencilla: la policía no está garantizando los derechos, sino reafirmando la corrupción. Entre menos irrelevante sea el Estado con sus decisiones políticas, más protagonista termina siendo la policía, tanto así que llega al punto de dispararle en la cabeza a un joven, lo cual justifica o relativiza con el apoyo de algunos medios de comunicación, diciendo que el joven se atravesó en el recorrido del disparo.
No se le puede pedir a un policía (aunque no estaría mal) que haga un análisis sociopolítico de la realidad del país y que opte por defender lo que a él le parece más correcto. Sin embargo, es en realidad lo que están haciendo, y se han convencido de que su función natural es estar ciegamente a las órdenes del gobierno. ¿Pero qué ocurre cuando la dirigencia del Estado se mueve fuera de sus funciones elementales?
La policía, en la actualidad, se ha sumido cada vez más en esta postura. Hay una constante que está incluso a la base de las formas y los métodos que usar para seleccionar al personal. Así, los policías tienden a parecerse en cuanto a su forma de concebir el país, y en otros detalles de índole más tribu-urbana que espero sean objeto de análisis en otros artículos. Amén.