Será por alguna inseguridad colombiana, o la envidia -creo que fue Cochise Rodríguez, personaje que solo reconocerán los viejos, el que dijo que en Colombia se muere más gente de envidia que de cáncer-, o la nostalgia, pero ante el triunfo del Sí en el plebiscito chileno, algunos colombianos sugirieron que “debíamos seguir el ejemplo chileno”, que “nos dieron una lección política”, que desde “el sur soplan los vientos buenos” sin darle a esas ideas mayor contenido. Es natural, siempre son atractivas las épicas desde abajo, las victorias del que parece David contra el que parece Goliat. En este caso, con mayor razón, porque fue una victoria pacífica y democrática. Como yo tampoco sabía exactamente qué corrientes más profundas se movían más allá de la emoción de un trino, estuve leyendo más, buscando pistas, sobre todo para ver qué es exactamente lo que tenemos que envidiar en Colombia de Chile. Comparto algunas cosas que aprendí.
En el plebiscito chileno se decidió, con el 77 % de los votos a favor, que se va a redactar una nueva Constitución y que el órgano encargado de redactarla sería elegido desde cero, es decir sin contar los parlamentarios actuales. La victoria fue abrumadora. No así la participación que estuvo alrededor del 50% del electorado, una cifra relativamente alta pero lejos de acercarse al total de la población. Solamente el 23% de los chilenos que votaron querían continuar con la constitución anterior, de la época de Pinochet. Parece sorprendente que un país democrático como Chile mantuviera la constitución de una dictadura, pero no hay que olvidar que la transición chilena fue inusualmente pacífica – también iniciada por un plebiscito que el dictador convocó y respetó- y ese proceso requería de ciertos compromisos políticos, de ciertas concesiones. La coalición de centro e izquierda – la Concertación- que gobernó durante veinte años avanzó en las reformas sin meterse en un cambio constitucional que, probablemente, habría sido muy arriesgado en una democracia apenas renaciendo.
El resultado en el plebiscito de 2020 comparte algunas características elementales con el de 1988 que marcó el fin de la dictadura: en ambos casos, la coalición victoriosa fue realmente amplia. No estoy seguro de que eso se haya resaltado lo suficiente en Colombia: apoyaron la propuesta de cambio constitucional no solo la izquierda y el centro sino, inclusive, algunos sectores de la derecha. Por ejemplo Piñera, el presidente actual de derecha, apoyó terminar la dictadura en 1988. Más allá de la discusión sobre las motivaciones para ese apoyo, el hecho concreto es que la mayoría construida es realmente amplia, al menos en términos políticos. Socialmente, la opción de mantener la constitución actual ganó en las clases más altas. Es inevitable la comparación con el plebiscito colombiano de 2016 que estuvo muy lejos de convocar a las mayorías políticas y ciudadanas.
Ante este panorama, el profesor Javier Sajuria sugiere que lo que hay en Chile es: una polarización de las élites, un aislamiento de las élites de las masas y la (re)politización de la ciudadanía. Tres puntos interesantes que vale la pena desarrollar: no es cierto que la mayoría – las masas para Sajuria- estén “polarizadas”, a nivel de élites sí hay polarización y esta se refleja en las entrevistas, en las posiciones públicas, en las conversaciones de las redes sociales. Pero no hay que confundir lo uno con lo otro, algo que se agrava cuando las élites se desconectan del todo de los demás y terminan pensando que lo que ocurre en sus burbujas es la realidad. Increíblemente el año pasado, unas semanas antes del mayor estallido social de la historia de Chile, el presidente declaraba que, “en medio de una América Latina convulsionada, nuestro país es un verdadero oasis, con una democracia estable”. Se equivocaba, el oasis era su barrio, si acaso.
A nivel de las masas -también se dice a veces “el pueblo” o la “opinión pública”- no hay entonces polarización sino (re)politización, en palabras de Sajuria. La gente se interesó por el asunto público, por uno que podría parecer terriblemente abstracto, la constitución, un conjunto de leyes. Sobre esta repolitización, Sajuria sugiere que: “El proceso que se le viene a Chile es complejo, pero ordenado. Lo importante será saber cómo los actores políticos dan cuenta de la repolitización y acusan el golpe. Si durante el proceso constituyente no contemplan mecanismos de participación e intermediación, la crisis política solo se habrá postergado, y no resuelto.” Algo sabemos de eso acá en Colombia, en dónde hay una gran constitución que jamás resolvió la crisis política. Del papel al hecho, hay tanto trecho.
Queda pendiente el asunto del “neoliberalismo”. La simplificación viene así: “en Chile hay inmensas manifestaciones porque el modelo neoliberal se agotó”. Y, ¿qué es neoliberalismo?, ¿por qué los gobiernos de izquierda que gobernaron a Chile por décadas mantuvieron el “neoliberalismo” ?, ¿por qué se habría agotado?, ¿por qué hay manifestaciones ahora y no antes? Al fin y al cabo, aunque Piñera viva en el oasis de su mansión, es imposible negar que algunos indicadores dan muestra de grandes avances chilenos, por lo menos con respecto a América Latina: entre otros, en crecimiento económico, en reducción de pobreza, en cobertura de educación, en lucha contra la corrupción, inclusive – al menos por la medición del Gini- no parece haber un caso extremo de desigualdad. Es decir, suponiendo por un momento que efectivamente Chile es “neoliberal”, no es evidente cuál es el fracaso exactamente. Asuntos que trascienden una columna pero, informado entre otras por la lectura de la exalcaldesa de Santiago de Chile – Carolina Tohá-, comparto acá unas pistas.
Adelanto la conclusión de Tohá, que comparto, “Son tan profundos y variados los elementos que tensionan hoy el mundo que se puede decir que, más que tratarse solamente de una crisis del modelo neoliberal, esto es un cambio de era, una transición mayor que es difícil de dimensionar desde el centro de la tormenta en que estamos”. Sobre la desigualdad, que parece estar atada con el neoliberalismo en los últimos 20 años, ya decíamos que el Gini no captura una situación dramática, pero Tohá sugiere que se necesita una mirada más amplia en dos sentidos: primero, concluye que “las desigualdades que más irritan a la sociedad chilena no son las brechas de ingreso sino cómo estas se traducen en diferencias de trato. Cómo, en el fondo, el tamaño del bolsillo influye en el mayor o menor respeto que se recibe de la sociedad” y segundo, el papel fuerte del mercado – y no del estado- en la provisión de salud, educación y pensiones – y los grandes beneficios privados para las empresas en esos sectores- ha generado malestar creciente.
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La clase media sabe cómo se puede vivir mejor y, también sabe, que con el modelo actual podría no alcanzar
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Además de esa desigualdad social -más que económica-, parece ser que Chile es víctima de su propio éxito: con el crecimiento económico basado en buena parte en las materias primas, con la consiguiente dependencia de factores externos y volátiles para mantener la economía, podría ser que una población más exigente no viera un camino para tener la vida que esperan, la que le prometieron, la que se ve en la televisión. La clase media sabe cómo se puede vivir mejor y, también sabe, que con el modelo actual podría no alcanzar.
Por último está, inevitablemente, el componente político. La clase política chilena no logró canalizar el deseo de cambio y cayó en el desprestigio generalizado. Esto es, en gran parte, una crítica al progresismo, al centro-izquierda, al fin y al cabo, por definición, no es la derecha la llamada a conducir cambios en la estructura de poder que resulten en mayor igualdad. Ya lo advertía desde hace rato en un contexto distinto, Tony Judt: la social democracia, después de un período muy exitoso en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, se quedó sin propuestas. Sin narrativa, sin políticas públicas, sin un horizonte. En palabras de Tohá, “En el fondo, la crisis del neoliberalismo cuyo emblema sería Chile no es solo el agotamiento de esas ideas sino, en gran parte, el efecto de la ausencia de otras con una capacidad equivalente para funcionar en las sociedades de hoy… Entonces, Chile será más neoliberal que otros, pero la fuerza de esa ideología y su resistencia pese a la decepción que ha producido no son algo solo chileno ni adjudicable exclusivamente a la porfiada herencia pinochetista, sino también a la falta de alternativas desde la vereda progresista.”
¿Qué sigue? Sin duda, el estallido social y la tensión política que resultaron en el plebiscito fueron conducidos por reivindicaciones “desde” la izquierda, pero no son completamente “de” izquierda. Ya vimos que la coalición fue amplia e, insiste Tohá, también es una manifestación individualista, que quiere proteger la riqueza individual, que desconfía de la redistribución automática y, sobre todo, que quiere consumir más. No se trata, hasta ahora, de construir una utopía comunista. El dilema final entonces es este “cómo esta política debilitada, de baja reputación y adhesión, puede conducir esta transición.” La hipótesis de Tohá es que, aunque precisamente el desprestigio, incapacidad y la falta de imaginación del centro y la izquierda, resultaron en la movilización social como mecanismo de presión social, en algún momento es la política, los políticos y los partidos políticos los que deben volver a conducir el proceso. Básicamente por definición, ¿cuál es la alternativa?, ¿un sistema comunal sin jerarquías de asambleas en las plazas?, eventualmente esas asambleas idílicas terminan, porque la gente se cansa y se va para la casa o porque la misma dinámica humana termina creando estructuras de poder, con líderes y liderados. Ahí están Podemos, Occupy Wall Street y tantos otros.
La política llenará entonces de contenido la nueva constitución chilena. Si no se imaginan nuevas formas, nuevas explicaciones, nuevos protagonistas, esa constitución será entonces un papel más y la decepción será mayor. Inmenso reto para Chile con lecciones para Colombia, que ya deben ser evidentes.
@afajardoa