Hay días, que en términos de revolución social y cultural, resultan más fecundos que años y décadas enteras. Las tres semanas que completa el paro nacional reafirman dicha tesis.
El proceso de paz, y el fin del conflicto armado en Colombia, permitieron que la multiplicidad de inconformidades no resueltas por el Estado colombiano afloraran mediante la movilización social. Sin embargo el marco institucional nacional, y la mezquindad del establecimiento colombiano, aún no permite que dichas demandas sean canalizadas y atendidas.
La lucha por una educación gratuita y de calidad, y de una política de bienestar al servicio de los derechos de las personas, y no en función de los negocios de los grandes grupos económicos, encontró en este paro nacional el mejor escenario para convertir esos miles de dramas, individualizados por la lógica neoliberal, en un clamor general. El dolor particular, por la ausencia de un Estado protector, se ha convertido gracias a las marchas en colectivo y multitudinario.
De los marchantes en general hay bastante por decir: muchos son jóvenes trabajadores, con contratos de prestación de servicios, que acceden a la educación superior mediante créditos con el sector bancario o a través de su versión usurera oficialista, el Icetex. Otros son personas para los cuales el mercado laboral no ofrece vacantes debido a su edad, su nivel académico o su condición social. Un porcentaje considerable lo conforma una clase media urbana, de alta escolaridad, pacifista, que rechaza el militarismo y el asesinato de líderes sociales en las regiones.
En la mayoría de manifestantes persiste el escepticismo con la clase política, y la minoría económica que manda sobre ella y, probablemente, con el modelo de democracia representativa de papel que sigue intentando erguirse, y legitimarse, bajo la falsa premisa de “somos la democracia más estable de Sudamérica”.
Y es que lo interesante de este paro nacional radica en que después de muchas décadas la rebelión de la Colombia rural y semiurbana, silenciada por las balas de la violencia armada, coincide con la indignación de las personas del común en las ciudades principales. La indignación, después de décadas, está pivoteando de las periferias del país hacia los epicentros en forma de protestas urbanas pacíficas, creativas, y diversas.
La politización de las ciudades empieza a robustecerse con más fuerza que nunca. La amplificación de la dimensión política y el desacuerdo encuentra, en esta coyuntura del paro, un caldo de cultivo que pone en peligro la hegemonía del sentido común en poder de las tradicionales élites.
La nueva forma de la protesta urbana, creativa y propositiva, empieza a acabar con el miedo, y a desestimar las frases vacías del Establecimiento criollo para contenerlo: el “yo no marcho, yo trabajo” parecen no encontrar el suficiente eco para inmovilizar el maremágnum social.
La banalización e infantilización del paro por parte del gobierno, en lugar de extinguirlo, lo alimenta. El poder en su conjunto pareciese tener por objetivo tratar a los marchantes como niños de colegio a los que acudientes, docentes, y directivos, les dan una lacónica orden: “rebeldes desadaptados”, "ya marcharon, ya los escuchamos (el recreo), es momento de volver a trabajar (estudiar).
El marco comunicativo que el gobierno intenta crear es el de una indignación que en conjunto es difusa y no tiene objetivos ni raíces visibles. Presentar a los marchantes desde los medios como “desadaptados”, con una desazón no entendible, no es azaroso sino más bien deliberado.
El paro también ha servido para evidenciar hasta que punto llega el servilismo y la funcionalidad del gobierno Duque a los intereses de las élites —en el caso colombiano el Consejo Gremial, los organismos multilaterales internacionales, los terratenientes, el sector financiero—. En “No tengo tiempo, Geografías de la precariedad”, Jorge Moruno describe de forma acertada dicho adaptación de la siguiente manera: “Cuando hablan de adaptarse a la realidad quieren decir adaptarse a las necesidades que demanda la sociedad. Cuando nombran a la sociedad se refieren al mercado, cuando dicen mercado hablan de los intereses de los inversores”[1].
Aunque la fuerza del paro tomó por sorpresa a muchos, el descontento de amplias capas de la población urbana no es espontánea: es una indignación reproducida por un modelo económico rentista y neoliberal en etapa de declive. Después de un periodo próspero para las finanzas estatales, alimentado por los altos precios del petróleo en el mercado internacional (2005-2014), la economía colombiana ha entrado en un periodo de contracción.
La firma de más de una decena de Tratados de Libre Comercio ha terminado por desequilibrar la balanza comercial del país frente a sus socios comerciales globales, destruyendo el aparato industrial y productivo nacional, haciendo cada vez más dependiente a Colombia de las importaciones. Según el Dane, entre agosto de 2018 y agosto de 2019, el déficit de la balanza comercial se duplicó al pasar de 691,7 a 1426,6 millones de dólares [2]. No es coincidencia que por estos días a la Andi, otrora mandamás de los industriales criollos, ahora la llamen la “Asociación Nacional de Importadores”.
En reciente artículo, el investigador cubano Hedelberto López Blanch recuerda qué tanto ha aumentado la dependencia económica del país frente a los capitales internacionales. Según “Datos de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) (..) de 2012 a 2018 la deuda externa estatal se duplicó del 12,5 % al 25,2 % y la deuda externa privada del 8,8% al 18,6 %. Las dos suman en total el 44 % del PIB, 24 % más que hace seis años” [3].
A pesar de lo masivo de las protestas, la amplitud de peticiones, condensadas en los 13 puntos que exige el Comando Nacional de Paro, son difíciles de alcanzar. Ni la correlación de fuerzas, ni la sensatez, indica que puntos como la negociación con el ELN, y el cumplimiento de la consulta anticorrupción y los acuerdos con las Farc, sean del resorte de este paro.
Las demandas de los ciudadanos que libremente salieron a las calles, en su mayoría, son de orden económico y urbano: cumplimiento de los acuerdos de los paros estudiantil y agrario; garantías democráticas para la protesta social; no a la Ley de Financiamiento y al holding financiero estatal; fin de la mercantilización del sistema de salud y pensiones, con un no rotundo a la reforma pensional y una Reforma Laboral progresiva que conduzca paulatinamente a la disminución de la tercerización laboral.
Aunque el rechazo a la corrupción del Congreso es uno de los aspectos medulares de la indignación, es improbable que los “enmermelados” congresistas voten a favor de la reducción de sus prebendas.
De otra parte, y a diferencia de oleadas de movilización ciudadana, como los indignados del 15M en España, la primavera árabe, o lo sucedido recientemente en Chile, la cooptación del proceso, por parte de sectores políticos, amenaza con desalentar a amplios sectores desvinculados de la partitocracia y de lo que algunos peyorativamente denominan la “burocracia sindical”.
El Comando Nacional de Paro (CNP), aunque voluntarioso en su tarea unificadora, no logra vincular a todos los sectores expresados en este maremágnum social. En suma, la dimensión, tamaño, y pluralidad del paro nacional, desbordaron al CNP.
El paro, y el impulso social detrás de él, no solo rebasó al CNP sino también a los partidos políticos de oposición. Tras 17 años de ascenso a nivel nacional y regional (2002-2019), de las fuerzas políticas denominadas “alternativas”, este amorfo conglomerado político se reencuentra con la posibilidad, gracias al paro nacional, de restablecer lazos con el entramado social del sector cultural, las juntas de acción comunal, las asociaciones de vecinos, los asalariados precarios tercerizados, las tribus urbanas, las organizaciones ambientalistas, animalistas, afro, y feministas, por fuera de escenarios ligados a la política electoral.
Lo anterior suscita la verdadera disyuntiva de cara al futuro ¿cómo consolidar la autonomía de los movimientos sociales frente a los partidos y la clase política “alternativa”? La pregunta cobra vigencia porque, de lograr el bloque alternativo una victoria en las elecciones presidenciales de 2022, es menester no repetir el error de los progresismos latinoamericanos en el Gobierno, en lo que se denominó la “década ganada” [4]: dichos gobiernos perdieron fuerza y legitimidad al cooptar a los líderes de los movimientos sociales e institucionalizar sus luchas desde el Estado rompiendo con el tejido social construido durante décadas.
Todavía es incierto el futuro del paro nacional y su desenlace. Sin embargo, a pesar de la obstinación del gobierno Duque por desestimar la fuerza, y deslegitimar las demandas ciudadanas, una cosa sí es cierta: el tal paro nacional, parafraseando al expresidente Santos, “sí existe”.
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[1] Moruno, Jorge. (2018). No tengo tiempo, Geografías de la precariedad, p. 107. Madrid, España: Ediciones Akal, S.A. [2] En agosto se duplicó el déficit de la balanza comercial. Periódico El Tiempo (web), octubre 19 de 2019. [3] López Blanch, Hedelberto. Rebelión contra el neoliberalismo en Colombia. Rebelion, diciembre 7 de 2019. [4] El concepto de “década ganada” fue acuñado, como impronta comunicativa por la administración de Cristina Fernández de Kirchner, al completar sus primeros 10 años de gobierno en Argentina. Posteriormente Rafael Correa, Evo Morales, y otros presidentes progresistas, lo incluyeron en su relicario discursivo.