No voy a mentir, no puedo decir que estaré ahí para el que lo necesite como pululan los estados en redes cada vez que el suicidio se vuelve noticia. Ya la triste historia del suicidio ha tocado varias veces a personas muy cercanas a mí, del mayor de mis afectos, y no he podido hacer más que dar un abrazo sincero y acompañar en silencio el dolor ajeno. Sin embargo, me parece que el suicidio se toma muy a la ligera.
El suicida no es la víctima sin salida ni el héroe trágico. Además, dice mucho más de lo que queda en las cartas, en los mensajes de texto, en las llamadas telefónicas. Dice tanto que no nos cabe en la cabeza impotente y contemplativa de los que quedamos vivos: denuncias, ausencias, fatigas, dolencias, gritos ahogados en silencios y en sonrisas que ocultan magistralmente verdades inefables, imperceptibles y acumuladas que detonan siempre impertinentes a los demás, nos desgarran un rato, nos incomodan terriblemente hasta que alcanzamos de nuevo el equilibrio gracias al olvido cotidiano.
El suicidio rara vez se produce en forma de contagio colectivo, masivo y bullicioso. Usualmente germina como un brote, ya que es naturalmente solitario. Se desgaja de a poco, a cuenta gotas, y así parece asintomático en una sociedad que se halla profundamente enferma.
¿No será el suicida hipersensible al agotamiento civilizatorio? ¿No será que el que se suicida usa su arma definitiva de denuncia, la última, la muerte, para decir que no soporta esta realidad y que es incapaz de permanecer en ella?
¿Quién necesita la asistencia?
¿El suicida hipersensible a la agobiante y estridente realidad cotidiana o la sociedad anestesiada?