La madrugada del 4 de noviembre de 1999 el campesino Luis Antonio Carrero quien estaba próximo a cumplir los 70 años, se levantó pasadas las 3.30 am y se dispuso a cumplir la rutina que desde hacía más de 50 años repetía sagradamente los viernes: Caminar cinco kilómetros desde la vereda de Carraspozal hasta el casco urbano de Panqueba, entrar a una vieja bodega que le arrendaban, tomar algunos bultos de zanahoria, de cebolla, de habas y de arvejas , subirlos a un viejo bus escalera que cruzaba el pueblo antes del alba e ir a vender esos productos al mercado campesino de El Cocuy, al pie de la Sierra Nevada que se cierne imponente sobre los Andes boyacenses.
En aquellas épocas, la situación en esa parte del país como en muchos otros lugares no dejaba de ser preocupante: una ola de misteriosos asesinatos ocurridos hacía varios días, se habían cobrado la vida de Bernabé, un campesino de más de 70 años conocido en el pueblo por enseñarle a los niños del colegio a tocar la guitarra y el tiple, así como de Julio, el campesino que los domingos vendía puerta a puerta las truchas que lograba sacar del río Nevado, al igual que Fermín, el vendedor de verduras que junto a Luis armaba sus toldos para llevarle sustento a su familia y quien había sido ultimado de varios disparos de revolver frente a sus allegados, en una de las 3 canchas de tejo del pequeño municipio de la provincia de Gutiérrez, siendo los victimarios los mismos hombres misteriosos que habían perpetrado los otros asesinatos.
A pesar de esa zozobra, al viejo Luis la vida no le daba opción, debía ganarse el sustento para llevarle el alimento a su esposa –ya mayor y enferma- y a sus nietos. Aunque a esa edad este labriego debería estar disfrutando de una pensión o de los ahorros de su vida, este no era su caso, ya que al haber nacido en Colombia, uno de los países más desiguales del mundo, la seguridad social a las personas que dedican su vida a producir el alimento que llega a la mesa en las grandes ciudades, es inexistente.
Esa situación de pobreza en que viven los trabajadores rurales, así como de violencia y vejámenes que deben soportar personas como Luis, Fermín, Bernabé y julio, la conoció tres décadas atrás Camilo Torres, un sacerdote cristiano de Bogotá que decidió cambiar su sotana por un fusil e irse al monte a engrosar las filas del naciente Ejército de Liberación Nacional, agrupación guerrillera que inspirada en la revolución cubana quería demoler las columnas de la injusticia en ese edificio llamado Colombia, para construir una patria mejor para todos, según vociferaban sus fundadores en las estrechas calles de Simacota, donde hicieron su aparición pública en 1964 y donde cayó su primer militante: el campesino Pedro Gordillo, más conocido por su alias de “Capitán Parmenio”.
Ese grupo insurgente convenció a Camilo Torres Restrepo de que la única forma de que campesinos como Luis no tuvieran que llegar a su edad senil pasando los sacrificios que éste debía pasar, era tomando el poder por las armas e instaurando un país verdaderamente democrático y justo, tan justo como Cristo lo enseñó y tan viable como Lenin lo teorizó.
Así Camilo Torres el 15 de febrero de 1966 con entusiasmo decidió participar en la emboscada que se le tenderían a la Quinta Brigada en Patio Cemento, en las selvas de Chucuri. Poco importaba que los soldados que patrullaban fueran hijos de personas pobres, de esos pobres por quienes se decía luchar, como tampoco importaba que el comandante Álvaro Valencia Tovar fuera hijo de ricos, de esos ricos pertenecientes a la crema y nata de la burguesía bogotana de la cual había salido el propio Camilo; eso no importó, ya que por ese “sueño de justicia”, su propia vida entregaría, convencido de que en un futuro, los pobres, los estudiantes, los obreros y los campesinos tendrían un devenir mejor.
Treinta y tres años después de la muerte de Camilo, los mismos que tenía Cristo al ser asesinado, Luis –el campesino boyacense- emprendió el camino como lo hacen miles de labriegos y millones de colombianos que a diario madrugan a conseguir su sustento, sin saber qué les deparará el destino. Unos minutos después, caía acribillado por un grupo de hombres que con ráfagas de fusil le remataban, mientras que otro grupo avanzaba hasta su humilde morada, para zaquearla, golpear y amenazar a su familia, en un tenebroso panorama que demostraba que a pesar de los años desde el deceso de Camilo, sus sueños no se habían hecho realidad, pues los campesinos ya no solo morían en la pobreza, sino también por una violencia que les fue impuesta, por los diferentes grupos armados, tanto legales como ilegales que surcan el territorio nacional.
Meses después, los misteriosos asesinatos de Bernabé, Julio, Fermín y Luis quedarían esclarecidos. El ELN, ese grupo armado que siguiendo los pasos comuneros juró defender a los campesinos pobres hasta vencer o morir, era el autor de esos homicidios. Las “justificaciones” en el caso de Luis, fue que las vacas que tenía en su pequeña parcela invadían los linderos de la finca de la vecina terrateniente, la misma que le mataba cabros de vez en cuando a los milicianos de ese grupo subversivo. ¿Qué habría pensado Camilo de saber que el Ejército en el que se enroló y por el que ofrendó su vida, unos años después actuaría así en contra de aquellos por cuya causa dijo haber iniciado su lucha? ¿Qué pensaría Camilo si hubiera sabido que unos años después, algunos de sus camaradas actuarían como sicarios antes que como revolucionarios?
Por desgracia, esos pobres por quien no solo Camilo, sino también el ELN, las FARC-EP, los paramilitares y el Estado dicen luchar, son quienes han tenido que soportar lo más cruel y absurdo de la guerra, quedando como carne de cañón y a merced de diferentes bandos. Culpar a Camilo por los crímenes que ha cometido el ELN en contra de los campesinos es un absurdo, al contrario, por cada uno de estos labriegos inocentes que son asesinados, Camilo vuelve a ser fusilado, pues ese actuar en vez de llevar a un país mejor, lo que hace es prorrogar las injusticias contra las cuales Camilo tanto luchó.
Luis, Julio, Fermín, Bernabé y otros cientos de campesinos han muerto víctimas del ELN, como también muchos han muerto asesinados por los paramilitares, por el Estado, por las BACRIM, por el narcotráfico o por las ahora disidencias de FARC-EP-. En Colombia tanto los grupos armados que se autodenominan de izquierda como los grupos armados que se autodenominan de derecha han asesinado y las victimas igualmente las ha puesto la izquierda y la derecha, pero ante todo, campesinos que no han tomado ningún partido en esta guerra sin sentido.
Hoy las nuevas generaciones no podemos seguir ese espiral de odio que impusieron los victimarios, ni tampoco, quien fue víctima de grupos que se autodenominen de izquierda, deben identificarse per-se con la derecha, ni las víctimas de la derecha, por ese solo hecho identificarse con la izquierda. Si hoy Colombia quiere la paz, se necesita que sus habitantes puedan ser de izquierda o de derecha, comunistas o admiradores del capitalismo, de centro o radicales, por convicciones personales, no por “venganzas” ni rencillas heredadas, ya que el actuar de unos individuos no puede afectar la validez de ideologías universales.
El hecho que a Luis lo haya matado el ELN no significa que las denuncias hechas por Camilo frente a las injusticas que se viven en Colombia sobre los más pobres y desamparados no sean ciertas, ni que por eso la situación social haya cambiado. Hoy el pensamiento de Camilo es tan vigente como tan obsoletos son los métodos que ha usado el ELN y las demás guerrillas, los paramilitares, el Estado y las Bacrim contra de los campesinos y de los más pobres, mientras las castas sacan provecho para que en el país todo siga igual.
Hoy, quien diga defender los ideales de Camilo no debe demostrarlo con las armas sino con la paz. Los fusiles solo sirven para causar dolor entre personas pobres e inocentes. Hoy quien diga admirar a Camilo Torres debe demostrarlo con un compromiso firme por la paz, cumpliendo con el cese al fuego que se acordó con el Gobierno de Colombia, en cabeza del Presidente Gustavo Petro, pues, al fin y al cabo, un fracaso del actual proceso no solo significa el fin de cualquier credibilidad de la izquierda y su capacidad de pacificar al país, sino también la pronunciación de ciclos de violencia en la cual solo los pobres ponen los muertos. El sueño del Padre Camilo Torres Restrepo luego de 60 años de guerra donde los pobres son quienes ponen los muertos, antes que nada sería la paz.