Es difícil no aterrarse al empezar a tener imágenes locales de la patanería con que el sistema alimentario global empieza a aporrear la cadena alimenticia en Colombia. Campesinos e intermediarios judicializados por guardar parte de sus cosechas, la idea misma de que alguien sea dueño de ciertas formas de vida —como una semilla genéticamente modificada—, entender que nuestra entrada a un mercado arrasador es inapelable y que llegamos rezagados y débiles, desarmados y desinformados, a un sistema de certificaciones largamente asentado fuera de nuestro conocimiento, lejos de nuestras prácticas… la sensación es realmente espeluznante, y, aún más, indigna.
Creo que a esta sensación se le suma la bipolaridad de sentirse atado a un mundo incierto, mentiroso, obeso y desnutrido, en el que esa actividad básica que es comer se ha convertido, a través de la industria alimenticia, en un peligro que no entendemos y al que no sabemos cómo proponerle soluciones. Todo es tóxico, todo está lleno de ingredientes procesados que son siglas incomprensibles y todos estamos tan acelerados, que no tenemos el tiempo de pensar demasiado en lo que comemos. Le pusimos el piloto automático al ejercicio cotidiano de absorber energía. Vivimos vidas en las que la cocina es al tiempo un laboratorio sofisticado del gusto y una rutina inconsciente: hablamos de “comida rápida” o de “comida lenta”, de “comida sana” o de “comida chatarra” porque alimentarse es, hoy, una forma de consumo -tal como entendemos hoy este término-. Los alimentos son marcas y toda la naturaleza puede tener un precio con su código de barras.
Es pavoroso, sí, pero no es una sorpresa. Lo cierto es que el desarrollo de un monopolio en la propiedad de la vida y sus consecuencias en los usos de la tierra, en el desarrollo de la urbanización y finalmente la industrialización del campo son quizá la mayor problemática rural y ambiental del mundo entero desde hace muchos años.
Yo, sin embargo, no creo demasiado que el corazón del asunto dependa enteramente de un futuro asentado en el terror maltusiano: no, no es únicamente que la humanidad crezca y viva más tiempo mientras que la posibilidad de producir comida se ve amenazada por el desequilibrio medioambiental. El problema alimenticio, desde mi perspectiva, tiene esencialmente que ver con un asunto muy serio y muy largo de disparidad social. Es la acumulación de la riqueza, en últimas, lo que ha llevado comunidades autónomas, que van andando al paso de sus propios ritmos y tradiciones históricas, a tener que sumarse a los hábitos del mercado, la siembra y la dieta propuestos por las grandes organizaciones supranacionales y posibilitados por el sistema de créditos del Banco Mundial, bajo los auspicios teóricos de la FAO.
Se trata en el fondo de un proceso de colonización muy profundo, que llega lejos porque hay comunidades tan golpeadas por las problemáticas históricas que, llegadas a los huesos de las emergencias alimentarias, tienen que sumarse al plan de soluciones masivas que vende la ilusión de producir comida en mayores cantidades, de forma más eficiente y más rápida. Paquetes de créditos para abonos, fumigantes y cosechas, diseñados según un modelo industrial, que se imponen en terrenos donde el cuidado de la tierra, el mantenimiento de los cultivos y el intercambio de los alimentos en los mercados es, o era, artesanal, chiquito, local y capaz de producir conocimiento nativo derivado de la naturaleza circundante. Ahora nos tocó a nosotros. Uno siente que el deber básico de los que mandan debería ser fortalecer y proteger las prácticas rurales nativas, no exponerlas a destajo.
Y el drama del futuro es resolver esa tendencia: la de la disparidad, que cada vez es más grave si sumamos el deterioro del medio ambiente y la desaceleración que seguramente vamos a ver darse en la extracción de energía fósil y el uso de la tierra para la producción de biocombustibles, no de alimentos. El panorama, en verdad, no se ve fácil de resolver. Nada parecería poder frenar el crecimiento urbano y a las migraciones rurales no hay quién las devuelva —a menos de que pensemos en un extremo demasiado violento e irracional— a sembrar en el campo y a recuperar el patrimonio de su sabiduría en el tratamiento de la naturaleza, cuando se han asentado por generaciones en la ciudad con su red de supermercados, instituciones e infraestructuras.
En el fondo todos hemos perdido nuestra autonomía a la hora de elegir lo que comemos porque asistimos impávidos a la pérdida de la soberanía con la que deberían poder funcionar quienes trabajan la tierra. Los precios de los alimentos y los ritmos productivos de nuestras propias vidas parecen empujarnos más hacia McDonald’s y al médico que a poder siquiera pensar por dónde empezar a torear este problema.
Desde mi esquina ignorante y pasmada, creo que un primer paso básico está en darle importancia al tema. Hay que informarse y exigir información. Los consumidores, a la larga, tenemos la posibilidad relativa de saber a qué nos sumamos cuando decidimos qué nos vamos a meter en la boca y qué bolsillos vamos a engordar. Hacerle fuerza a los mercados locales, buscar alimentos cuya producción implique una cadena solidaria y sana del mercado, hacerle el quite al arribismo de los espárragos venidos de SriLanka y repensar si en verdad necesitamos tener una vida tan acelerada, que nos rebaje a pensar que comer es “tanquear”. Pudiendo concebir el ritual diario de la alimentación como una forma de recibir la energía solar convertida en maravillosa materia comestible, pudiendo vincularse a pensar un país más viable y menos dispar, es lo mínimo.