Se silenció la palabra, se calló la voz, se cubrió el deseo. Un pequeño artilugio logró lo que las bombas y las guerras no pudieron. Lo adoptamos sin cuestionar, movidos por el miedo y el terror de morir.
¿Saldremos iguales de este encierro barbijezco? Lo dudo. Nos acostumbramos a la distancia y al silencio. A no besarnos, a sentirnos enemigos, a vernos constantemente como un peligro potencial.
¿En qué cambiaremos? En nuestra forma de percibirnos, en esa derrota que se volvió cotidianidad. En ese distanciamiento que nos impide un beso o un sencillo abrazo. En esa renuncia a la libertad que ya nos es extraña y lejana.
Nos hicieron renunciar al mar, a sus caricias vestidas de briza y a sus susurros constantes de imposibles. Ya no somos los mismos, ahora sentimos la imperiosa necesidad de ser otros, de cubrirnos el rostro para evitar la piel de los otros.
Durante décadas el tapabocas se hizo de obligatorio uso entre los esclavos. Pará que no hablen, para que no se comuniquen, para que se sientan distantes estando juntos. Para prohibir el beso y el susurro entre iguales considerados y clasificados como inferiores.
Hoy todos estamos en esta clasificación, la sentencia de un nuevo Linneo de hombres y miedos.
Ya estamos muertos. Renunciamos a nuestra libertad, a nuestra voz, a nuestros más íntimos pensamientos y emociones. Nos esclavizaron en el contundente deseo de volvernos extraños para crear un nuevo orden.
¿Acaso no es mejor morir que vivir como esclavos en una engañosa sensación de seguridad y protección?
Extraño que nos prohíban el mar. Que se sancione un abrazo. Que se sospeche de un beso. Y Extraño que no se detenga al capitalismo, que las fábricas continuen vomitando ríos de plásticos y desechos que envenenan aire y agua.
Crece junto al barbijo la muerte de niños por hambre y frío. Crecen las inequidades sociales, se empobrece a muchos en detrimento de la justicia y la libertad.