No me gusta usar groserías, y menos cuando escribo. No obstante, en este caso no tuve más remedio. No porque hubiera querido mentarle la madre a alguien sino porque no hallé otro nombre más pertinente para explicar el extraño síndrome que ha comenzado a contagiarse en un grupo determinado de la sociedad colombiana.
Creo no exagerar cuando utilizo la palabra síndrome. Basta con mirar las definiciones que dan los psicólogos y la Real Academia de la Lengua para darse cuenta de que le empata perfectamente.
La RAE la define como “Conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa”, y la sicología dice que “La palabra síndrome se refiere al conjunto de síntomas que definen o caracterizan a una enfermedad o a una condición que se manifiesta en un sujeto y que puede tener o no causas conocidas. Por norma general, el término se asocia a estados negativos, revelados por medio de determinado conjunto de fenómenos o signos”.
Vale la pena comentar, también, sobre la forma tan casual como comencé a detectar este síndrome.
Me encanta caminar y salgo casi todos los días. Es el ejercicio que más disfruto, entre otras cosas porque lo hago en compañía de mi perro Benjamín. Somos muy buenos amigos y nos divierten las ocurrencias de cada mañana. Además de respirar el aire puro y de alimentar el alma con los paisajes de los Cerros Orientales, es agradable ver que van naciendo nuevos saludos y nuevas amistades con quienes van familiarizándose a fuerza de ir y de venir.
Recuerdo que siempre me llamaba la atención un muchacho de unos veinticinco años que subía sudando la gota gorda para poder controlar a su perro iracundo que tenía que andar con bozal y con una cadena de esas de jalar vagones de ferrocarril. Es uno de esos Pitbull. Un día casi se le suelta para ir a perseguir a un niño de unos cinco años que jugaba con una patineta.
Como me parece totalmente irracional tener una mascota tan peligrosa y ese día el muchacho me había puesto conversación, aproveché para preguntarle por qué había escogido esa raza.
—Porque mi vecino del 401 es el más hijueputa del edificio y él tiene un Rottweiler, entonces yo compré este que es más berraco.
La cosa quedó así. Me sentí sin ganas de seguir la conversación y nos despedimos sin más comentarios.
Un par de días después volvimos a coincidir y me puso charla de nuevo. Como era de esperarse en estos períodos electorales, me la puso de frente con los candidatos.
—Le cuento que hace cuatro años voté por Petro - me dijo- y voy a repetir. Esta vez no nos para nadie.
Intenté cambiarle el tema. Me parece muy aburridor hablar de política mientras camino. Sin embargo su pregunta no me dio espacio para evadirla.
—¿Y usted también va a votar por Petro?
Le respondí que no, que a mí no me gusta Petro.
Obviamente me preguntó por qué.
Para salir del paso y responderle con algo muy evidente le dije que el cuento del Socialismo del Siglo XXI no me convence y que me parece inmoral importar la tragedia de Venezuela.
A lo que me respondió como un rayo:
—Pero más hijueputa es el bloqueo gringo contra Venezuela.
Esta vez sí me dejó pensando. Me llamó la atención que el muchacho todo lo responda argumentando que hay algo “más hijueputa” que lo justifica.
La respuesta del muchacho me hizo recordar un fragmento de El Flecha, una obra inolvidable del gran escritor y cultor del Caribe, David Sánchez Juliao. (https://www.youtube.com › watch) David Sánchez Juliao, para que lo sepan los jóvenes, es el precursor mundial del audiolibro. Alguien fascinante. Falleció hace once años.
El Flecha es la historia de Javier Durango, alias El Flecha, “boxeador de profesión y bacán de fracaso” a quien la esperanza también noqueó en el primero, en las calles polvorientas de Lorica.
De las cosas que cuentan del boxeador es que su madre era una mujer peleonera y lenguaraz. Se mantenía cazando peleas en el barrio y cuando no lo lograba con las propias, hacía hasta lo imposible por meterse en las ajenas. Cuentan que un día había un par de vecinas peleándose, “dándose lengua de acera a acera, de pretil a pretil”, gritándose cuanto insulto se les ocurría. Mientras tanto, la madre de El Flecha caminaba de arriba a abajo, desesperada, viendo cómo encontrar la disculpa para meterse en la pelea.
Entonces, una de las mujeres, cansada de verla pasearse frente a ellas para meterse en la pelea, le gritó:
—No joda, niña Tulia, esta pelea no es con usted!!!
A la que, sin pensarlo dos veces, la vieja peleonera y lenguaraz le gritó:
— Más hijueputa eres tú!!!
Hace más de cuarenta años, cuando oí por primera esta obra de Sánchez Juliao, no me pasó por la cabeza que, al cabo del tiempo, esta actitud irracional y pendenciera de la “niña Tulia” fuera a convertirse en el síndrome de un grupo político para justificarse como le diera la gana.
Hace unos días, volvimos a cruzarnos con el muchacho del perro iracundo y fui yo quien le puso el tema.
—¿No le parece que lo de Petro de salir a respaldar la masacre de Putin a Ucrania, junto con Maduro y con Ortega, es una barbaridad? —le pregunté-.
—No me parece —me dijo—. ¿No ve que más hijueputa es la OTAN?
Otro día, me preguntó, como preocupado:
- Don Carlos, ¿cómo le parece a usted la izquierda?
A lo que le respondí:
—Esa izquierda colombiana es muy mentirosa y muy doble moral.
Inmediatamente me tenía la respuesta preparada:
—Sí, eso puede ser cierto. Pero más hijueputa es la derecha.
Hace un par de semanas me dijo que Petro le parecía un tipo muy honesto. A lo que le respondí que no me parecía tan santo un tipo que se pone a acariciar los billetes que le acaba de pasar un contratista que terminó volándose para vivir escondido y rico en Suiza.
Sin que pasaran dos segundos me ripostó:
—Pero más hijueputas fueron los que se robaron Reficar.
Podría contarles innumerables charlas, todas igualitas, que he tenido con este muchacho, en estas largas caminatas del alma. Pero la última, la de antier, sí fue de antología.
El viernes llegó iracundo con el cuento de que le habían montado una celada a Petro en La Picota. Según él, como los otros candidatos saben que van a perder, entonces le montaron un tal “entrampamiento” a Petro.
Le pedí que reflexionara un minuto. Que los hechos muestran claramente que no hubo ninguna celada sino una negociación entre los presos de La Picota y la campaña de Petro sobre unos beneficios judiciales en medio de la plena campaña presidencial.
—Hasta donde yo sé —le dije—, nadie llevó amarrado al hermano de Petro a La picota. Nadie le tenía puesta una pistola a Petro cuando él le dijo a la W que estaba discutiendo con Iván Moreno su propuesta de perdón social. Nadie ha salido a decir que el respaldo grabado de los capos de la Guajira a Petro son falsos.
Cuando volteó a mirarme, vi que sus ojos ardían de la ira.
—Sí, —me respondió— pero más hijueputa es Fico.
Me tocó calmarlo, decirle que no se molestara. Hacerlo caer en la cuenta de que nuestra charla no pasaba de ser un encuentro casual entre vecinos de barrio.
Solo terminé nuestra conversación dándole un consejo de amigo. Le dije al muchacho petrista:
—Te recomiendo que saques un tiempo esta semana y te pongas a hablar con un psicólogo.
Con cierto desconcierto me preguntó por qué.
A lo que le respondí:
—Porque con un psiquiatra la cosa es más hijueputa