El acto de votar en los comicios es considerado un deber ciudadano en los países democráticos. Esto pareciera ser un acto simple y privado. Tenemos el poder de escoger a uno de los candidatos, el que creemos que está mejor calificado para dirigir el país en los próximos cuatro años. Vamos a las urnas y depositamos nuestro voto sin tener que confesarle a nadie a quién escogimos. Es un deber del ciudadano y es una función simple… o no tanto.
Veamos: hay quienes dicen con cierto orgullo que van a votar en blanco, es decir, van a depositar un “NO” voto, puesto que no están de acuerdo con ninguno de los candidatos.
Lo que no toman en cuenta es que ese voto en blanco no es necesariamente neutro, ya que podría ayudar a elegir al candidato favorito en tanto dicho voto no será sumado al que viene detrás y quizá este, de haber obtenido el voto, habría tenido más chance. Las estadísticas al día siguiente de la elección, publicitadas en los periódicos, dirán que un porcentaje importante votó en blanco.
Esto en sí, a mi modo de ver, es un acto pasivo-agresivo que busca refregar la decisión en las narices del resto del país, insatisfecho con todos los candidatos, para que vea y aprenda. Ahora todos los votantes en blanco se sentarán por los próximos cuatro años a lamerse las heridas, sin que nadie los note o los compadezca, y fin de la historia… Solo que tampoco es tan simple.
El voto en blanco puede no haber sido una decisión cerebral, cognitiva de esa persona o de ese porcentaje de ciudadanos que decidieron no votar. Ellos pudieron haber sido víctimas de la llamada abulia (αβουλία, ausencia de voluntad), una condición sufrida por individuos que poseen una inhabilidad patológica para tomar decisiones, típicamente asociada con angustia, estrés, depresión o pensamientos obsesivos que los limitan en su capacidad de participar en sociedad.
De acuerdo con investigaciones en el campo de la neurofisiología, el cerebro tiene un área especializada en tomar decisiones racionales haciendo uso del juicio crítico. Se trata de la corteza prefrontal, capaz de retener varias piezas de información en cualquier instante. En algunas ocasiones, este proceso neuronal puede abrumar a la persona sin importar el propósito de la decisión, forzándola a entrar en un análisis excesivo —por ejemplo, de los candidatos—, haciéndola temerosa de tomar una decisión que pudiera ser fatal, llevándola a un estado obsesivo de indecisión conocido como parálisis por sobreanálisis.
El proceso de elegir no siempre es fácil. Por eso, el fenómeno de la indecisión ocurre muy a menudo. No es simple para el cerebro tomar una decisión o, más aún, priorizar decisiones sobre otras, como por ejemplo cuando Hamlet se ve enfrentado a una disyuntiva en su famoso monólogo: To be or not to be.
Al tener que decidir cuál es el camino a seguir, lo asalta la ambivalencia, la duda: “¿Quién querría llevar tales cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, sino fuera por temor a algo tras la muerte, la ignorada región de cuyos confines ningún viajero retorna?”. Antonio Machado, al contrario, nos presenta una visión sin conflictos, mas no por eso menos ardua, cuando dice: Se hace camino al andar. En su mundo, el protagonista no sufre de la parálisis por la ambivalencia.
¿De dónde vienen estas diferencias de reacción ante los conflictos naturales de la vida? Hay personas orientadas al conflicto, aquellas que a todo responden: “Sí, pero…”, y otras que piensan que no hay problema sin solución, que son optimistas y proactivas. Entre estos dos polos hay por supuesto una variedad de matices llenos de color que le hacen bien a la sociedad.
La respuesta a la pregunta, aunque controversial, podría estar en elementos asociados con el mecanismo del aprendizaje durante el desarrollo psicomotriz. Lingüistas y psicólogos experimentales reconocen que la estimulación afectiva durante el aprendizaje está modulada por la dopamina, un neurotransmisor asociado con la gratificación emocional.
El cerebro aprende a reconocer los altibajos de dicho transmisor, estimulándolo a actuar o a no actuar. Es la retroalimentación la que genera su descarga y, con ello, la sensación de placer y el desarrollo de la autoestima y la introspección. Al ser productivos, nuestro cerebro nos premia con una sensación de bienestar, y aunque no siempre es inmediata, el reforzamiento sociofamiliar nos ayuda a ser pacientes, a posponer la gratificación y a mantener nuestros objetivos.
Este complejo mecanismo nos ayuda a almacenar información en el banco de los recuerdos y gracias a estas experiencias acumuladas podemos tomar decisiones cuando estamos frente a un conflicto (decidir por quién votar, por ejemplo). Es el lóbulo prefrontal el que integra ese cúmulo de experiencias y recuerdos que nos permite actuar decisivamente.
Así pues, el hecho de no votar es un acto pasivo-agresivo contra la sociedad; es una abdicación, no solo al derecho, sino al deber de votar en una sociedad democrática organizada, o bien, el resultado de un trastorno de la neurotransmisión en el sistema dopaminérgico a nivel del lóbulo prefrontal. Alguien diría: “Pero es una decisión que yo tomé a manera de protesta”. Podría ser, y en ese caso sería respetable. No obstante, cabría preguntarse si no fue el resultado de una “parálisis por sobreanálisis”, como en el caso de la abulia, o de la inhabilidad para decidir, de la que nos habla Shakespeare: “Temor a algo tras la muerte, la ignorada región de cuyos confines ningún viajero retorna”.