El mundo daba vueltas sobre su eje plácidamente y ajeno a los nuevos retos y desafíos que estaban por venir, mientras sus habitantes disfrutaban, sin apenas saberlo, de la monótona tranquilidad que consiste en vivir ajeno a la gran tormenta que se está largando en las alturas. Así se sucedía la vida, como si fuera un río que se conduce a través de las fértiles tierras sin mirar hacia atrás, hasta la aparición de un hecho inesperado, de un silencioso trueno que vino a turbar nuestra frágil paz y anodina existencia.
En apenas unas semanas, las que van desde los primeros días de enero hasta mediados de marzo, en que ya medio planeta estaba confinado, el mundo cambió para siempre sin que sus aterrorizados moradores apenas lo intuyeran en esos momentos. El planeta cesó su actividad, los hombres invernaron en sus casas, esperando mejores días, y el virus, acechante con su hacha de muerte, se propagaba con una velocidad “exponencial”, al menos eso decían los expertos, y dejaba un reguero interminable de fallecidos, afectados y enfermos.
Pero, incluso, los que no enfermaban también estaban enfermos pero de otra forma, alimentando su paranoia con el miedo, la angustia, el insomnio y una larga espera que nunca tenía fin, pues, en definitiva, nadie sabía lo que estaba esperando. Eramos, quizá como en ese poema de Pessoa, aquellos que siempre aguardaron que les abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta. No había otra salida que esa salida, es decir, era un juego de suma cero de imposible resolución o un viaje hacia ninguna parte porque no había un destino donde llegar. Qué locura tan irracional.
PUNTO Y FINAL AL SIGLO XX
Este manotazo homicida, este rayo asesino y desolador, nos despertó de nuestro letargo, de nuestra falsa tranquilidad, y puso el punto y final a un siglo XX sosegado y convencional que se alargó durante veinte anodinos años. Quizá esta pandemia es nuestra definitiva entrada en la modernidad, descubriendo, de la forma más brutal y demoledora, cuán frágil era nuestra aparente normalidad, pero también para revelarnos, de una manera vertiginosa y con la velocidad de un rayo supersónico, qué vulnerables éramos. Qué frágiles, en definitiva, éramos, como leños perdidos que el mar anega o levanta caprichosamente, tal como habría dicho el genial Luis Cernuda.
Lo que nos ha pasado en los últimos meses, cuarentenas, confinamientos, estado de alarma y millones de fallecidos en el camino, nos ha revelado la verdadera dimensión del ser humano, su debilidad ante las nuevos amenazas no computadas con anterioridad y ante hechos que se le escapan a su comprensión, como ha ocurrido ahora con la pandemia del Covid-19. Esta crisis nos turba, nos ha cambiado para siempre sin saberlo, y ha puesto una nota de color, aunque sea de negro luto, a este siglo que ahora sí comienza verdaderamente.
Son ya muchos los que han dicho que siempre habrá un antes y después de esta crisis, que el mundo no volverá a ser el mismo y que nuestros destinos, para siempre, estarán marcados con la señal casi diabólica del 2020, un año para el desván del olvido y que deberíamos respetar de nuestra memoria colectiva. El siglo XXI ha irrumpido en la cacharrería de la historia con estruendo y causando estupor entre todos nosotros, que no alcanzamos a explicarnos qué está pasando y sustrayéndonos del mundo lógico y normal que conocíamos hasta hace apenas unos meses, en que no sabíamos que el mundo iba a cambiar para siempre en unas cortas semanas. Continuará en el 2021.