Era pequeño, colorado, regordete. Siempre impecable. Siempre con su vestido de paño (gris?), corbata y camisa almidonada. Siempre sonriente. Se lo encontraba en cualquier esquina; o en todas las esquinas. Como si su imagen fuera un eco repetido aquí y allá, donde uno quisiera, donde el paladar lo llamara.
Nunca supimos su nombre. El sí conoció los nuestros: el niño Arturo, el niño Julio, el niño Ricardo, el niño Alberto. Para él, siempre fuimos niños. Quienes lo buscábamos a la salida del colegio, para comprarle un poco de esa crema agridulce, y cancelarle todavía con monedas.
El tiempo pasó. Los músculos se hicieron fuertes, se ensanchó la espalda, la voz superó los iniciales chirridos, y el bozo tímido e inseguro se tornó en la mayoría en abundante mostacho. Pero continuamos siendo niños. El detuvo el tiempo que empezaba a acosarnos. Lo comprobé hace años, la última vez que hablamos, cuando me preguntó del niño Eudoro y del niño Carlos, y no movió ni un músculo cuando le conté que aquel era médico en ese entonces radicado en Brasil, y el otro Odontólogo, afortunadamente empleado.
Después no volví a verlo ni a recordarlo. Hasta el otro día cuando crucé la esquina de una callejuela en San Felipe, y tropecé con un carro de pedal muy parecido al suyo. El mismo tanque cargado con el líquido de naturaleza indescifrable; el mismo cajón adelante arrastrando una media bicicleta conducida diestramente; el mismo aditamento donde los barquillos hechos no sé cómo, esperaban ser vendidos rellenos de espuma. Pero habían dos diferencias: ya no existían vasos de cristal como dispositivos de expendio, ni el vendedor era el mismo. Este era joven, agrio, desgarbado; y no conocía a nadie. El otro era parte del tiempo de la infancia.
Creo que todos lo conocimos de la misma forma. Cuando al salir de clases, él estaba esperándonos. Entonces, desenvainábamos las monedas del algo, y nos sumíamos en la degustación de aquel producto, como quien ingresa a un mundo de ensoñación, de brisa y nieve.
Algunas madres descubrieron nuestro gusto. Entonces, como prueba de cariño, se convirtieron en los fantasmas que pagaban de antemano un vaso completo, rebotado, esponjoso, recibido con temor por no saber de qué dinero provenía. "No tengo plata" le decíamos apesadumbrados, pero él, con su sonrisa eterna, argumentaba que tranquilos, que lo tomáramos, que "alguien" lo había cancelado.
No recuerdo cómo descubrimos el secreto. Sería años después, cuando en alguna reunión hogareña en torno a los recuerdos, se develó el detalle. Para entonces, volvimos a interrogarnos sobre cómo se elaboraba lo que él vendía. La suspicacia y los conocimientos dedujeron como ingredientes la malta, la cebada, el alcohol(?), en fin, las materias primas de la cerveza; pero del proceso, del cómo, cuándo, dónde, ni idea. Sólo sé que le llamábamos forcha, y que tomarla era como acariciarnos por dentro.
Jamás volví a verlo. Las esquinas de la ciudad no volvieron a revelar su imagen ni la algarabía de una montonera de muchachos demostró nunca su presencia. Pienso que debió trasladarse a otro pueblo o a otra ciudad. Su fortaleza y optimismo no pueden haber cedido como para ubicarlo en un sitio más recóndito.
Aunque a veces, cuando miro al cielo y descubro esas nubes redondas, contoneadas, plenas de algodón y crema, pienso que alguien, tristemente, está vendiendo forcha en las alturas...