Motivado por su tío, a quien apodan “el docto” en el caserío, decidió hace cuatro años emprender la aventura de iniciar sus estudios de derecho en la ciudad de Sincelejo; esperando, eso sí, tener mejor suerte que su pariente, quien no pudo culminar en su época su proceso educativo por problemas económicos bastante considerables.
El Pitu, como cariñosamente lo llaman sus familiares y coterráneos, es el cuarto hijo de siete. Una familia desplazada del Carmen de Bolívar, cuyos padres supieron muy poco de control de la natalidad. Él mismo enfatiza proceder de una familia grande y de muchas necesidades; quizás antes más que ahora, pero donde aún se pasa trabajo con la comida, pues lo que hace su padre no alcanza a veces para una alimentación con fundamento y digna como debería ser.
Su tío, el docto, decidió poner los ojos en aquel muchacho al darse cuenta que era piloso para los asuntos de la escuela. Mientras los demás compañeros preferían salir a jugar, patear balón, cazar pájaros o irse a nadar a los pozos, él optaba por quedarse leyendo cualquier libro de historias que algún maestro le facilitaba.
El docto fue orientando al muchacho por un gusto hacía los textos, especialmente por aquellos cuyas hojas se referían a temas de historia, geografía y cultura general. No en vano durante la secundaria se destacó como el mejor estudiante del área de ciencias sociales. El docto veía en el muchacho un gran potencial.
Cuando el papá de Pitu se percató del afán de su cuñado para que su hijo estudiara, le preguntó sobre sus intenciones con el muchacho; le expresó de su temor y que prefería más bien dejara al “pelao” quieto tras la posibilidad de sembrar en él una falsa ilusión. Ante este panorama, el docto le ofreció a Pitu irse con él a su casa cuando apenas tenía 11 años, convenciendo a los padres del muchacho en darles una mano, pues alimentar uno menos podía ser para ellos una especie de bálsamo ante la situación tan dura que en ocasiones vivían.
Así fue como el Pitu terminó en casa del docto con la ilusión de que algún día pudiera salir a estudiar. Para el tío aquel hecho se constituyó en una especie como de segunda oportunidad que la vida le estaba dando, pues veía en el Pitu algo de sí y la posibilidad de convertirse en el profesional que nunca fue, aunque fuese en cuerpo ajeno.
El primer día en el que Pitu llegó como inquilino a la casa de su tío, éste dejó las cosas claras: “estudio y trabajo, mijo” como recuerda el Pitu; así fue, a eso se dedicaría el muchacho: por un lado, no escatimó esfuerzo para convertirse en uno de los mejores estudiantes del colegio; y, por otro, el trabajo al lado del docto le sirvió para perfeccionar el arte de sembrar y cosechar berenjenas, un oficio que había aprendido al lado de su padre y hermano mayor, oficio que en algún momento pensó, sería su destino.
Pasaron los días, los meses y los años. El momento de decidir si iría a la universidad había llegado. El trabajo en el colegio había dado sus frutos, y aunque el resultado de su prueba ICFES fue muy alto, la falta de dinero, entre otras razones, era la causa que impedía contemplar la posibilidad de salir a otra ciudad distinta de Sincelejo para iniciar su formación profesional.
Pitu se matricula en el programa de derecho de una de las instituciones de educación superior de la capital sucreña. Desde noveno grado, el docto lo inició en la lectura básica de algunos textos jurídicos que él aún conservaba tras su paso por la universidad; el gusto por las humanidades y las ciencias sociales, el ejemplo de su tío, los textos leídos, la pobreza seguramente y algo de gratitud con su mentor se constituyeron en el combustible para que aquella decisión se hiciera sin titubeo alguno.
Recuerda que los dos primeros semestres los pagó gracias a los ahorros (de las cosechas de berenjena y la venta de sus semillas) y a una colecta que su tío hizo durante más de un año y medio con amigos, familiares y extraños: “había gente que le daba de $500, $1000 y hasta $5000; para él todo servía, cualquier moneda la guardaba con una gratitud enorme” comenta Pitu.
Los inicios del proceso fueron muy duros; solitario, sin conocer a nadie y “pasando hambre y unas mojoseras que gracias a Dios hoy son historia”, dice nuestro estudiante. Su objetivo, comenta, siempre ha sido el mismo: estudiar para convertirse en un abogado, “en uno de esos buenos, que todos busquen y requieran de sus servicios, no uno más del montón, mucho menos uno de esos que al poco tiempo termina perdiendo su licencia”, puntualiza Pitu.
Al docto lo lleva en su mente y corazón; terminó asumiendo que era como su padre, pero también su maestro, su guía y su amigo; señala que “sin él nada hubiera podido ser; estoy convencido que la frustración de mi tío se convirtió en la oportunidad de vida para mí, esa oportunidad que no tuvieron mis hermanos mayores y que espero poder ofrecerle al menos a mi hermana menor, a quien le veo madera como el docto me la vio a mí un día”.
Pitu está próximo a culminar sus estudios; hoy goza de una beca que le permite levantar la cabeza y mirar hacia adelante sin olvidar sus orígenes. Le enorgullece que su gente le pregunte cosas de derecho como lo hacían con el docto, a quien se refiere, con lágrimas en sus ojos, como el ángel que Dios mandó para que el sembrador de berenjenas se convirtiera en un día no lejano en abogado.