La chiva Cortes, una de las víctimas de Romaña

La chiva Cortes, una de las víctimas de Romaña

El comandante de las Farc que acaba de integrarse al equipo de negociación en La Habana fue el responsable del secuestro de Guillermo Cortés. Una crónica de Alexandra Samper

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octubre 01, 2014
La chiva Cortes, una de las víctimas de Romaña

Un trágico episodio que marcó para siempre la vida del periodista, tal como lo narra Alexandra Samper en su crónica "El secuestro de la Chiva", finalista del Premio Gabo 2014. Este es un testimonio sobre los 205 días del rapto de Guillermo Cortés, escrita originalmente en El Malpensante

A los 74 años, Guillermo “la Chiva” Cortés fue sacado de su finca y secuestrado por las Farc. A lo largo de ocho sesiones, narró toda la incertidumbre, los padecimientos y el trato cruel de los guerrilleros durante los 205 días de su retención en el año 2000.

*NOTICIA PARA LOS LECTORES

Conocí a Guillermo Cortés a comienzos de los años setenta, en plena época de los hippies. Mi hermana Olga tenía una comuna con la hija de "la Chiva", como le decía todo el mundo. No sé por qué en mi familia nunca lo llamamos así.

Además de su gran trayectoria como periodista y político, y de su fama como empresario deportivo e hincha del Independiente Santa Fe, Guillermo era muy reconocido por su mal genio. Ese rasgo de su personalidad, que le ganó muchos desafectos a lo largo de los años, era una de las cosas que a mí más me agradaban de él, porque estaba indisolublemente ligada a un cáustico y espléndido sentido del humor.

Aunque al principio nuestra amistad fue intermitente, para la época de su secuestro habíamos vuelto a acercarnos. Durante los meses que Guillermo estuvo en manos de las Farc, su familia fue muy reservada. Casi todos los detalles de esa experiencia los conocí por primera vez, y de su propia voz, durante los encuentros que tuvieron lugar en mi casa en el año 2002 y que están registrados en las páginas que siguen.

Desde que Guillermo recobró la libertad, se me metió en la cabeza recoger el testimonio detallado de su secuestro. Al principio él fue muy renuente a la idea. La principal razón era el miedo que todavía lo acosaba día y noche. Pasados los meses, cuando el temor comenzó a extinguirse, también fue desapareciendo su interés por volver sobre esos recuerdos, que según él ya no le importaban a nadie. Al final, accedió sin entusiasmo, a regañadientes; pero tan pronto comenzó a hablar fue imposible detenerlo.

Recuerdo que llegaba a mi casa con sus cuadernos de notas bajo el brazo, se sentaba conmigo y con el librero Mauricio Pombo –que estuvo en varias de las sesiones–, y comenzaba a soltarlo todo. Se sentía cómodo en nuestra compañía, no solo por la confianza que le daba nuestra amistad de muchos años, sino también porque le gustaba comer bien y yo siempre lo recibía con alguna preparación especial, además de unos buenos whiskies o una botella de vino.

Desde nuestro primer encuentro, él siempre llevaba los cuadernos pero nunca los abría; solo los palmoteaba enérgicamente cuando su relato llegaba a puntos emotivos. Todo estaba grabado en su cabeza y lo tenía tan vivo en la memoria que lo primero que hacía al llegar a mi apartamento era correr al baño, para que su insuficiencia renal no lo obligara a interrumpir la narración. Cuando no aguantaba más, iba a las carreras y yo aprovechaba su ausencia para traer algo a la mesa. Mientras ponía los cubiertos, su voz llegaba a mis oídos antes que él:

–Yosaliamirsjar...

En esos momentos, la grabadora no alcanzaba a registrar lo que decía y tenía que pedirle que repitiera.

–¿Qué estabas diciendo?

–Que salí a mirar el jardín...

Reanudaba la conversación con intensidad y seguía hablando hasta quedar agotado. Comenzaba a las siete y se marchaba exhausto poco antes de medianoche. Un par de semanas más tarde, regresaba a mi apartamento para comenzar el mismo ritual.

Así fue durante ocho largas sesiones nocturnas y más de veinticinco horas de grabación. La transcripción me tomó semanas de trabajo y la redacción otras tantas.

Tan pronto estuvo listo se lo entregué y quedó muy contento con el resultado. Al principio, él no quería que se publicara, pero luego fue reconsiderando la idea. Primero llamaba a pedirme que fotocopiara el escrito para mostrárselo a algún amigo. Luego se le ocurrió que sería bueno convertir este relato en una obra de teatro, llegamos a pensar en un par de actores y escenas... pero la persona que se iba a encargar del libreto no concretó nada y todo quedó en el aire. Entonces perdía el entusiasmo y volvía a decir que no valía la pena gastarle tiempo a eso, que Colombia ya estaba mamada del tema de los secuestrados.

En sus últimos años, pareció por fin dejar a un lado sus dudas cuando me dijo: “Eso es tuyo, apenas me muera puedes hacer con eso lo que te dé la gana...”, y agregaba con su humor característico: “O bueno, si las Farc me vuelven a llevar, publícalo de una vez”.

Tras su muerte, llegó el momento de hacerlo. Aunque estoy segura de que es casi imposible, me gustaría pensar que este será el último reportaje que se publicara en Colombia sobre el secuestro.

—Alexandra Samper

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EL PALACIO DEL ZANCUDO

-Mijita, la vaina es muy difícil –dice Guillermo Cortés carraspeando, al entrar a la sala. Se peina con la palma de la mano las plumas desordenadas que hacen las veces de pelo y luego me saluda. Prensados en el sobaco trae varios cuadernos.

Con pesadez se sienta en el sofá y los ordena con sumo cuidado, de grande a chiquito.

–Estas son las notas –palmotea cariñosamente–, no solamente mías, sino de varios secuestrados. Pero te advierto: esto es largo y te vas a aburrir.

–¿Quieres un whisky? –le pregunto.

–Sí, pero suavecito, mijita. Ponme atención: esto que te voy a contar me da terror. Esa gente es muy dura. Uno de esos tipos ya me mandó a Bogotá la bala con la que le habían encargado matarme. ¿Sabes que la tengo sobre el escritorio de mi oficina? De todas maneras quiero contarte esto –dice sorbiendo con gusto el primer trago de whisky–. Si te aburres me dices.

–Cuéntame todo, te escucho –respondí animada.

De inmediato Guillermo comenzó a relatar en detalle esos largos días de secuestro:

Ese domingo, 23 de enero del año 2000, habíamos invitado a algunos amigos a almorzar en El Palacio del Zancudo, la finca que tengo con Daniel Samper cerca de Choachí, un pueblo a 38 kilómetros de Bogotá. Olga, mi mujer, se esmeró en preparar un ajiaco que a decir verdad le quedó bastante bastante regular. Pero, teniendo en cuenta que ella en Bogotá no prepara ni un huevo frito, el hecho de haber cocinado un ajiaco medianamente pasable para diez personas no solo fue gran prueba culinaria, sino también una gran prueba de amor. Después del almuerzo, mi amiga Carmen Barvo dijo que todavía no había vacunado a su perrito y quería llevarlo al veterinario en el pueblo.

Como yo sé que esos cachorros se enferman facilísimo de cualquier cosa, que empiezan a vomitar y se mueren en un minuto, propuse que la acompañáramos. La vacunada se volvió paseo y todos quisieron ir. Salimos de la casa Olga y su nieta (una divinidad de tres años que me mata de amor, y aunque sea la nieta de Olga yo la quiero como si fuera mía), Carmen, su hijo y el perrito, nuestra vecina a la que apodamos la Flaca, y los García.

–Vamos en tu carro que estoy cansado –le dije a Carmen.

Mientras avanzábamos adonde estaban parqueados los carros, nuestra perra guardiana vino corriendo a saludarnos batiendo la cola y se me paró al lado como militar en guardia. Yo me sentí orgulloso de semejante animal tan lindo: mi fiel amiga, que como escolta y protectora caminaba pegada a mi pierna derecha.

–Esta perra puede joder mucho –le comenté a Carmen–, puede tratar de comerse a los caballos, morderles las orejas a las novillas de los vecinos, y tal vez hasta sea asesina como todos los filas brasileros, pero la cosa está tan difícil en este país que toca tener un buen perro guardián.

Estaba yo diciendo esto cuando varios hombres salieron de los matorrales irrumpiendo con alevosía.

En un instante, ciego de pavor, me quedé quieto y traté de ver cuántos eran. La adrenalina me golpeó el pecho dejándome sin respiración y recibí la descarga del hormigueo en las puntas de los dedos. Todos permanecimos paralizados por algunos segundos, incluidos los que en ese momento creía atracadores. Con el rabillo del ojo vi que las armas eran metralletas cortas, de esas Mini-Uzi. Desesperado, busqué con los ojos a mi guardiana, pero la puta perra, llena de emoción porque al fin pasaba algo más interesante que la llegada de Pilar Tafur al Palacio del Zancudo, batía la cola y saltaba de un lado a otro, saludando muy contenta a los recién llegados.

“Perra de mierda”, le dije por entre los dientes, tratando de recordar si debía comandarla con un “fus”, “atac” u otra palabreja alemana para que nos defendiera. Pero cuando los tipos se empezaron a acercar, comprendí que era una batalla perdida porque ella seguía saltariniando feliz alrededor de ellos. Los tipos eran jóvenes y estaban nerviosos. Yo tenía que hacer algo rápidamente. Vi a mi nieta que miraba con ojos de luna llena, escondida y asustada detrás de Olga, y se asomaba por momentos tapándose la nariz con el pantalón de su abuela.

Todo era silencio salvo la sangre que bombeaba entre mis oídos. De pronto el grito de uno de ellos traspasó el aire como un tiro.

–¡¿Esta camioneta de quién es?! –gritó.

–Mía –respondí esforzándome para que no me temblara la voz–. No se la irá a llevar, ¿no? –me aventuré a preguntar.

–No, si usted no quiere –escupió las palabras el tipo–. Pero si no nos llevamos la camioneta prepárese, porque lo vamos a matar. ¿Qué prefiere?

Sin contestarle, forcé mi cuerpo para que me obedeciera. Lo giré espásticamente hacia Olga y le ordené que trajera las llaves de la camioneta. Ella caminó hacia la casa y uno de los atracadores la siguió, columpiando la Uzi pallá y pacá.

“Al tipo se le va a soltar un tiro”, pensé con terror. La nietica quería irse con Olga pero le dije que se quedara. En ese instante recapacité, me di cuenta de que hubiera sido mejor que se fuera con ella, pero ya era tarde. Cuando volvieron, desde lejos el tipo le tiró las llaves a otro de los atracadores, que las cogió en el aire y se subió de un brinco a la camioneta.

–La camioneta no prende. ¡Jueputa! Esta cosa no prende. ¡A ver! –me gritó desesperado, corriéndose al puesto del pasajero. Yo comprendí lo que debía hacer, y cuando me estaba montando en el puesto del chofer pensé que, de puro güevón, le estaba ayudando a que se robara la camioneta que había traído con tanta diligencia cuando regresé a Colombia después de ser cónsul en Sevilla.

–Usted se viene con nosotros. Y eche patrás –gritó áspero, cuando le quité el seguro del arranque a la camioneta. Después se subió en el escalón de la puerta asomando su pequeña cabeza por encima del techo. –¡Aquí tiene que venirsen algotro de ustedes! –vociferó.

Quedé espantado. Cuando me estaba sentando con el cuidado de un gato sigiloso, oí afuera la voz destemplada de la Flaca:

 –Yo me voy con don Guillermo –propuso tranquilamente, como si le acabaran de proponer un paseo para ir a comer mazorcas al norte.

–¡Flaca, por Dios! –le grité con ira santa. Estaba abriendo la ventana, para volver a gritarle que no fuera estúpida, cuando vi que ya se estaba subiendo por la puerta a mi derecha.

–No hagas güevonadas –la regañé en voz baja, exhalándole sobre el rostro toda mi rabia, mi irritación y mi impotencia ante esta barbarie y sobre todo ante su tremenda estupidez–. Eres una irresponsable. No jodas, no sabes lo que estás haciendo –gruñí–. ¡Bájate inmediatamente del carro! –le ordené severo, como si yo pudiera dar órdenes.

Un tipo se montó junto al que manejaba, y otro más joven, que salió de entre los matorrales en ese instante, se comenzó a trepar al lado de ella. No había alcanzado a cerrar la puerta cuando salimos patinando a una velocidad aterradora, dándole un golpetón a la camioneta contra el portón de entrada de la finca.

Continúe leyendo el testimonio en El Malpensante.

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