Como la señora de la imagen, yo también dudaría con cuál de los tres quedarme. Obviamente hablo de que tuviera en casa una pared con las dimensiones precisas para colgarla. ¿Pero cuál elegir siendo que, sin comprender ninguna de las tres, todas logran hipnotizarte por igual?
Recuerdo haber leído que una pintura abstracta de Mark Rothko, Centro Blanco, puesta en venta por el señor David Rockefeller se había convertido en la obra de arte contemporáneo más cara adjudicada en una subasta. Su precio definitivo se fijó en 54 millones de dólares. Supongo que el atractivo del cuadro radicaba en que provenía de la colección de Rockefeller. Además fue compuesta en un momento crucial de la carrera del artista.
La pintura, que nunca había sido subastada, fue adquirida por el filántropo estadounidense en 1960 por 6.000 dólares y estaba colgada en su oficina en el céntrico Rockefeller Center de Manhattan. El Rothko estaba allí como una demostración de poder, pero no solo de poder económico. Tratándose del despacho de quizás, el que fue el hombre más poderoso del mundo, se suponía que significaba algo más. No sé, buen gusto, afán de vanguardia, poder y conocimiento. De poseer una pared y dinero, no solo me compraría esos cuadros, sino cualquier producto comercial que los evocara.
Me pregunto si a Rockefeller lo deslumbró la obra de Rothko porque le recordaba algún sol de tonalidades estupefacientes de esos que él solía contemplar en uno de sus tantos viajes espaciales por el universo. Estas pinturas del artista letón producen en el interior del cerebro unos estallidos de luz semejantes a los del sol intenso de la infancia o al de los platillos voladores de los extraterrestres.
Observen el libro que se encuentra al lado izquierdo de la mujer, hace juego con el cuadro de la mitad. ¿Acaso no da la impresión de que ha surgido por teletransportación de partículas? Tal es el secreto de Rothko, que parece que sus cuadros no son de este mundo. Y ese libro tampoco.