A John Alexander Salazar le faltó muy poco para ser sacerdote católico. Atrás dejó el seminario que cursaba en la Venezuela de Hugo Chaves, en 2012, por volver a Colombia y visitar a su madre enferma. No fue una decisión fácil, le negaron el permiso de visita y no le quedó más opción que renunciar. Trajo consigo el sueño de ser cura, un sueño que se terminó transformando en Monseñor: su local de confección de sotanas, capas y sombreros para los líderes de todas las religiones del mundo.
Desde su taller de sastrería de ropa eclesiástica, ubicada en el número 11-45 de la calle 65, en la mitad de la céntrica Chapinero de Bogotá, cuenta casi diez años después, sentado al lado de su primera y única máquina de coser, una Orquídea de Singer, que su sueño de ser cura no se ha ido del todo. John Salazar tiene hoy 34 años.
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Monseñor es un local pequeño de tres metros de ancho por cuatro de largo con un mezzanine de iguales medidas que da a la calle. Lo abrió a mediados de 2012 sin saber confeccionar una sola prenda. Se metió entre agujas, telas e hilos más por necesidad laboral y económica que por verdadera pasión profesional. Para confeccionar la primera camisa eclesial que le pidieron, la cual terminó siendo un fiasco, tuvo que comprarle una a la competencia que le llevaban de ventaja más de 50 años en el oficio; la desbarató y de ahí sacó sus primeros moldes que luego perfeccionó. Esa primera camisa desbaratada aún la conserva entre alguno de cajones de un escaparate de color negro.
Nueve años después, dentro del mundo de la sastrería eclesial, el nombre John Salazar es reconocido por su fino talento. Su máquina y la de Carlos Navarrate, su ayudante de sastre desde hace unos cuatro años, no paran un solo día. John cuenta, con la voz pausada de sacerdote que no fue, que ha vestido a cientos de curas, obispos, pastores y líderes de todas las comunidades religiosas. Solo por mencionar un nombre, recuerda que el cura de mayor rango que se ha puesto sus ornamentos fue el Cardenal Pedro Rubiano.
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Salazar entró a la carrera sacerdotal en el último semestre de la licenciatura de idiomas que estaba haciendo en la universidad La Salle de Bogotá. Un sacerdote de la orden marista, que conoció dos años atrás, fue quien le abrió las puertas del seminario mayor de Medellín, a donde llegó a sus 25 años, aún sin graduarse, con la convicción de vivir entre iglesias y feligreses.
El diploma de licenciado le llegó al seminario por correo. Dos años después fue enviado a España a estudiar Humanidades clásicas en la Universidad de Salamanca y luego fue recibido en el seminario de Roma, en Italia, donde estudió Filosofía y Teología y donde por primera vez en su vida –y obligado— cogió una máquina de coser.
El seminarista estaba encargado de los pastizales del lugar hasta que le encomendaron la tarea de componer la ropa averiada y sin buena talla de los curas. El romper decenas de agujas fue la graduación como modisto. En 2011 ya como seminarista veterano, que dentro de la iglesia llaman diácono, fue puesto en Venezuela para apoyar proyectos sociales. Finalizaba el 2011.
Cuando el casi padre John Salazar le pidió permiso a su superior para atender a su mamá, quien padecía de una severa crisis de depresión aguda, el sacerdote le lanzó una muy acertada pero dolorosa afirmación: “si tienes que ir a cuidar a tu familia este no es tu lugar”. Veinticuatro horas después John Salazar estaba volando de Caracas a Bogotá. Nunca más volvió a vestirse de sotana. Tres meses después, sin técnica alguna y con nulos conocimientos estaba tomando medidas y rompiendo telas para fabricar la primera camisa de cura que vendió al sacerdote de una iglesia humilde en Suba.
El joven de cabellos claros y ojos verdes, que habla seis idiomas, pudo haber ejercido cualquiera de sus profesiones ya estudiadas. Su vocación sacerdotal lo llevó a preguntarse desde dónde mantendría el contacto con la religiosidad que se negaba a abandonar. Conocer de cerca y soñar con vestir los más finos ornamentos que les veía a los obispos, cardenales y hasta del mismo papa Benedicto XVI, a quien pudo ver varias veces mientras estuvo en Roma, lo empujaron a convertirse en el cotizado sastre que es hoy en día.
John Salazar es una marca. No es barato vestirse con su etiqueta. Tampoco es el más costoso del mercado. Algunas de sus prendas, según los adornos, el trabajo a mano, y la finura de las telas, de origen paisa y muchas de ellas importadas desde Europa, Medio Oriente o Estados Unidos, cuestan algunos millones de pesos. No le gusta hablar de valores. También hace prendas de vestir: sotanas, capas, sobreros y camisas de precios cómodos para aquellos párrocos humildes de pequeñas y apartadas iglesias que también lo buscan.
No hay semana en la que no lo llamen grandes obispos desde los cinco continentes para hacerle pedidos. Las medidas las toma a distancia. Encontró la manera de hacerlo fácil enviándole a sus clientes un sencillo instructivo por WhatsApp que no falla. Solo deben tener un metro a la mano. Las prendas enviadas son de tallas perfectas. No sueña con coserle a nadie importante. Tal vez llegue el día en que alguien cercano a un santo papa lo contacte, pero eso no lo trasnocha. Por ahora quiere seguir haciendo grande su nombre. Con lo que si sueña es con un desfile de ropa clerical en la mitad de la plaza de Lourdes, frente a una de las iglesias más icónicas de Bogotá.
Suelta una risotada y dice que algo así puede levantar ampolla hasta en la iglesia que tanto adora. Puede ser cierto, pero si logra hacerlo, su nombre seguirá subiendo como lo ha hecho desde que sin saber qué hacer se sentó al frente de una máquina de coser.