Mala gestión sanitaria pero buena respuesta económica, en eso se podrían resumir los pasos que ha dado la administración de la Casa Blanca ante la crisis del coronavirus. Si algo tienen en común los distintos bandos del espectro político estadounidense es su capacidad de ponerse de acuerdo en tiempos de crisis. Por supuesto, llegar a un consenso no es una obligación, pero sí una necesidad.
Desde la Gran Depresión, el 11-S, la crisis del 2008 y ahora el coronavirus, la estrategia ha sido más o menos la misma: poner dinero estatal en manos de empresas y trabajadores estadounidenses. Tal parece que Trump, aún con su populismo desregulador y neoliberal, no se aleja mucho de este principio irrefutable.
Con un ambicioso programa de financiamiento al corazón industrial estadounidense —pequeñas y medianas empresas—, Trump apuesta todo su capital político a un heterodoxo rescate keynesiano que salvaría de la catástrofe a la primera economía mundial. Con una aprobación del Congreso en tiempo record, un consenso que va desde los más progresistas del Partido Demócrata, Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Alexandria Ocasio Cortez, hasta los más radicales del Partido Republicano, Marco Rubio, Ted Cruz y Mitt Romney, y un colchón financiero de un trillón de dólares, la Casa Blanca se juega un cartucho que podría salvar la reelección de Trump y que probablemente nunca hubiera imaginado usar.
El Programa de Protección de Cheques de Pago (en inglés Paycheck Protection Program) financiado por el Departamento del Tesoro y la Administración de Pequeños Negocios permite a las empresas acceder a préstamos condonables si estas mantienen sus empleos. El objetivo: evitar la pobreza y el alza abrumadora de los seguros de desempleo (más caros y menos eficientes).
Aunque era inevitable la destrucción de empleos en masa, como ya ha sucedido, este programa, sumado a otros programas federales de asistencia, son los mejores alivios que podrían considerarse realmente efectivos. La prioridad económica número uno de todos los gobiernos debería ser proteger a las pequeñas y medianas empresas, y con ellas, a los millones de trabajadores que dependen de su salario día a día.
Si se escogiera por ofrecer auxilios económicos exclusivamente a los trabajadores sin empleo, el desastre económico sería aún mayor, pues las pequeñas empresas —el motor de la economía— estarían quebradas cuando inicie la recuperación, lo que alargaría los tiempos de una previsible depresión.
Las poblaciones históricamente vulnerables merecen una atención aparte, pues el trato que el Estado debe darle a un trabajador formal que pierde su empleo repentinamente no debe ser igual al del vendedor informal que históricamente ha sido marginado de la cadena productiva. Para estos últimos los programas sociales se deben profundizar, y es evidente que en esto no hay duda alguna.
Sin embargo, en los países en desarrollo ninguna solución real a las pequeñas empresas ha visto la luz de forma clara y concreta. Es evidente que compararnos con Estados Unidos sería un despropósito, pero la solución del gobierno Duque —un crédito de Bancoldex ofrecido por los bancos tradicionales— no está ni cerca de ser la mejor solución a esta coyuntura.
Ambiciosos programas de rescate financiero, subvenciones parciales y condicionadas al mantenimiento de nóminas, incentivos para conservar el aparato productivo, renegociaciones colectivas de salarios y, de ser posible, reorientar la producción industrial a productos de primera necesidad con fuertes incentivos tributarios. Ni lo uno, ni lo otro, el gobierno colombiano le sigue apostando al aparato financiero tradicional como la mejor vía de escape neoliberal. Parece que Duque, con sus 10 años vividos en Washington, no aprendió la lección económica más importante.