“Entre las diversas maneras de matar la libertad, no hay ninguna más homicida para la república que la impunidad del crimen o la proscripción de la virtud” —Francisco De Miranda.
El fenómeno de la política en nuestra maltratada América es un joven presidente que llega al poder y establece algo que a muchos defensores del “progreso” les suena muy mal. Este discurso establece que los derechos humanos que se deben defender son los de los ciudadanos honestos y trabajadores, y no los de aquellos que por libre decisión establecieron sus ingresos y riqueza destruyendo la vida de muchos y tomando con violencia lo que no les pertenecía (es decir, los delincuentes).
Esto les abomina a tipos como Santos o Petro, a dictadores como Maduro y Ortega, que han construido un discurso donde el criminal (romantizado) es una pobre víctima de un sistema económico y social que ellos consideran caduco y que requiere de un “cambio”; un cambio que les da impunidad a asesinos y violadores, y un cambio que justifica la muerte de inocentes (llamándolo efecto colateral del altruismo de grupos terroristas). Son estos lideruchos de la progresía los constructores de un discurso de gruesa y grosera impunidad.
Mientras Nayid Bukele destruye los símbolos del crimen en El Salvador, aquí proliferan en todos los espacios y se pintoretean en cualquier espacio libre por grafiteros indolentes. Estamos en un país donde Pablo Escobar es idolatrado y Rodolfo Llinás ignorado. A la par, en otras latitudes marchan con camisetas donde se plasma el rostro de un psicópata llamado Che Guevara (y otras deplorables y abominables personalidades como Hugo Chávez o Fidel Castro) y se olvidan de muchas figuras históricas latinoamericanas que sí han logrado grandes triunfos en la ciencia, la intelectualidad y el deporte, entre otras expresiones eruditas y disciplinas (basta mencionar a aquellos que la progresía invisibiliza como Mario Vargas Llosa, Octavio Paz o Julio Borges, en la literatura, porque abrieron sus ojos frente a una izquierda aviesa y criminal).
Pero Latinoamérica mira hacía El Salvador, ese país que comienza a mostrar un verdadero cambio. Y mientras la CIDH (Corte Interamericana de Delincuentes inHumanos) sale lanza en ristre a defender a las Maras; en palabras de una irredenta santista, Juanita Goebertus, los salvadoreños premian con un 87 % de popularidad al joven presidente. Un país seguro para la gente honesta, abierto al desarrollo desde la seguridad, garantizada por un Estado que sí defiende la libertad del ciudadano. Eso es algo que le duele a una piara de progresistas que temen perder el poder el día en que a muchos países de este maltratado continente elijan a su propio Bukele, el día en que un terrorista de las FARC termine pagando por sus crímenes, en que los de la primera línea cumplan su condena y cuando las efigies de seres despreciables como Pablo Escobar se sustituyan por lo de aquellos colombianos que sí construyen país.
Mientras tanto, tanto en Colombia, como en el resto de muchas naciones desde El Rio Grande hasta la Patagonia, seguiremos soportando estoicamente el gobierno de delincuentes para delincuentes y por delincuentes que nace de la impunidad y de unos lideres blandengues o cómplices del crimen y la libertad devenida en libertinaje.
