Para nadie es un secreto que cada comentario expresado por Gustavo Petro, independientemente del tema que sea, causa una reacción inmediata en la opinión pública. Es algo que ya es normal en su manera de afrontar su rol presidencial, una impronta que lo define como gobernante y, claro está, de la que no se puede desprender en cualquier medio que emplee para comunicarse.
Unos dirán, sus detractores, que es un profesional en el arte de echar carreta; otros, sus seguidores, que tiene el discurso de un verdadero mandatario, el que, según ellos, nunca había tenido esta república bananera. Digan lo que digan, está más que claro que el presidente colombiano tiene un pensamiento bastante polémico.
Esa polemicidad es el resultado de un sentir mesiánico: Petro se cree el salvador del mundo. No sé quién le ha hecho creer que tiene el discurso ―más no el obrar― para cada situación nacional e internacional, como si de sus palabras dependiera el cambio inmediato del presente orden mundial, en el que él no es más que el líder de una nación atrasada y poco influyente, apenas mencionada por sus problemas de cultivo y tráfico de estupefacientes. Bajo esta premisa a quién le importa sus ideas: realmente a sus tontos seguidores.
La está embarrando con sus elocuciones y, lo que es peor, sus allegados saben lo que implican sus salidas en falso. ¿Pero quién puede contra su arrogancia? Nadie, pues Petro se cree omnipotente. Le han hecho creer que es la aspirina que necesita el planeta Tierra, cuando la realidad es otra: muchos lo queremos ver callado, principalmente cuando habla de temas globales.
Es que no puede hablar, por ejemplo, del conflicto palestino-israelí de una manera tan visceral, sabiendo de todas las implicaciones económicas que eso trae, ni mucho menos ganarse el desprecio de otros homólogos a expensas de un aislamiento político. En otras palabras, debe ser moderado a la hora de dar opiniones que en cierto modo no benefician a nadie.
Siento que es consciente de cada cosa que dice: busca enfrentarse tontamente a todo aquel que no comparta su errada forma de ver el mundo. Por eso tiene tantos detractores, porque se hace difícil aceptar a un tipo que únicamente ve la realidad hacia la izquierda, apoyando actos de corrupción, gobiernos totalitarios y grupos terroristas que dañan la tranquilidad de las sociedades que quieren emerger.
Decía don Francisco de Quevedo que “las palabras son como monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una”. Así que se le recomienda al presidente colombiano que aterrice su pensamiento, en el sentido de ofrecer aportes que construyan y orienten el devenir de la nación. Hay que ser sinceros: se la ha pasado hablando paja, dándosela de estadista cuando a duras penas puede enfrentar a las guerrillas que tanto apoya. Una farsa total.