“Al que está con Dios, no le pasa nada”. Eso es lo que suele decir doña Hilda, mi abuelita de 88 años, que prefiere perderse las tres comidas del día antes que faltar a misa un domingo. Y es que con ella, una mujer analfabeta que creció con la iglesia como referente ideológico y social, no hay argumento científico que valga. Por eso, la familia entera ha tenido que padecer un verdadero calvario estas últimas semanas, gracias a la insensatez, obstinación e irresponsabilidad de la evangelización en tiempos del Coronavirus.
Doña Hilda se levantó ayer, domingo 15 de marzo, con el firme propósito de asistir a DOS eucaristías organizadas en honor al obispo de la diócesis de Ocaña, el señor Gabriel Ángel Villa Vahos, quien recientemente fue nombrado como arzobispo de la arquidiócesis de Tunja. Ante tal dicha, las parroquias y los miembros de la comunidad eclesial en Ocaña (Norte de Santander) decidieron celebrarlo como manda la ley del Señor: con una misa. Pero no fue una, ni fueron dos, fueron más de tres celebraciones, que congregaron más de quinientas personas cada una, las que se realizaron para despedir al señor obispo de su cargo en Ocaña. Y doña Hilda estuvo presente en primera fila.
Primera fila, de un evento masivo, donde existe contacto directo con un sin número de desconocidos feligreses. Pero intentaré explicar mejor mi preocupación: Imagínese usted una iglesia en cualquier barrio de cualquier ciudad pequeña. Una iglesia con puertas abiertas para todo público. Cualquier persona contagiada con COVID-19 puede asistir a esta iglesia e incluso pudo haber tosido o estornudado sobre las sillas o espaldares, mientras hacía sus oraciones de rodillas.
Pronto la iglesia se llena: es domingo y la misa va a empezar. Los que se conocen, se saludan con un apretón de manos o un beso en la mejilla. El sacerdote inicia la celebración eucarística y los feligreses siguen un ritual constante en el que deben sentarse, arrodillarse y ponerse de pie, y en el que además tienen contacto con sillas, espaldares y personas.
Luego de un rato, el sacerdote anuncia el momento de la paz: uno a uno, los fieles se toman de las manos, se abrazan y comparten fraternos y cordiales mensajes, a menos de un metro de distancia entre ellos.
Y finalmente, la ocasión que todos estaban esperando, la revelación máxima, la consagración. Todos los fieles hacen fila para recibir la hostia, de manos de un hombre que repite el mismo procedimiento una y otra vez: tomar con sus manos la hostia, sumergirla en el mismo vino y entregársela a cada uno de los fieles, directamente en su boca.
Tocar, compartir, tomad y bebed, una y otra vez.
Y ante una emergencia sanitaria como la que vivimos, luego de que la OMS decretara una pandemia por COVID-19, el ritual de tocar, compartir, tomad y bebed, merece ser replanteado, sobre todo cuando tenemos en cuenta que la población más vulnerable ante el contagio (adultos mayores de 70 años) es la población que atiende multitudinariamente las celebraciones eclesiales.
En el caso de las despedidas del señor obispo Gabriel Ángel Villa Vahos, las eucaristías se celebraron en las iglesias de San Antonio, San Juan XXIII y la Catedral de la ciudad de Ocaña y su cubrimiento fue realizado por los canales locales TV Norte, Radio Catatumbo y las respectivas redes sociales de la diócesis de Ocaña. Lo más preocupante del caso es que ni la diócesis, ni el obispo, ni los sacerdotes de las parroquias, ni los Equipos Parroquiales de Animación Pastoral (EPAP), ni los miembros de los medios de comunicación han tenido en cuenta las medidas sanitarias de los eventos coyunturales del coronavirus y por ende, todo ellos han puesto en riesgo la salud de los feligreses asistentes a dichos eventos.
Cuando la tendencia de los gobiernos, ministerios, organizaciones de salud, colegios, empresas y otros ha sido la de adoptar las medidas de prevención de contagio del coronavirus, la iglesia católica ha hecho oídos sordos, no ha establecido protocolos de control con sus diversas diócesis a lo largo del país, no ha tomado medidas de prevención en las regiones en las que operan y, a pesar de que cuenta con canales de televisión, radio y medios web, se han abstenido de tomar medidas de prevención y comunicarlas a sus fieles, para evitar conglomeraciones innecesarias en tiempos de pandemia.
Y tantas omisiones seguidas ya deberían convertirse en motivo de alarma y denuncia ante la emergencia sanitaria que enfrentamos a nivel nacional y global.
Por ahora, yo estoy rogando para que doña Hilda no se vea afectada por la irresponsabilidad de la diócesis de Ocaña. Sé que ella está con Dios y, como bien dicen, al que está con Dios, no le pasa nada. Pero es que en momentos de pandemia, Dios también necesita que todos le echemos una mano.