Una reflexión muy vigente sobre la película El sabor de las cerezas de Abbas Kiarostami. Ganadora de la palma de oro en el Festival de Cannes 1997.
El camino lleno de cruces o bifurcaciones, de tantas vueltas que a veces se suben o se bajan ¿Para qué caminarlos?
¿Cuál es el sentido de transitarlos? Caminarlos en soledad, silencio, resignación. O caminarlos para transformar la historia de dónde venimos, la que hace daño, hiere el alma o para aceptar que somos hijos de la interperie, del desamor y, muchas veces de una idea de amor que frena el ímpetu. Tantas formas de divinidad cohabitan mientras se observa el paisaje: el islam y sus chiitas y sunnitas, el zoroastrismo, el cristianismo, el judaísmo.
Algunas religiones con la promesa de un más allá, aún sin entender el más acá prometen el más allá. Se puede, mientras se avanza en el camino pedregoso, ser un soldado, un albañil, un taxidermista o no saber lo que se es, estar siempre en esa búsqueda. Y si llega un día donde se rechaza la vida y se emprende el camino hacía la muerte, y ya no se quiere caminar más, duelen los pies o los zapatos tallan en el dedo pulgar.
La película El sabor de las cerezas de Abbas Kiarostami es un viaje por la existencia, la pregunta latente: ¿qué nos mantiene vivos? ¿Cómo vivir con la contradicción entre máquina y naturaleza? ¿Cómo aprender y habitar el cuerpo con el deseo y que no haga daño? ¿Cómo mirar la propia decepción en uno?
Kiarostami nos dice que tal vez las respuestas están en la naturaleza, leer la puesta de sol, el canto de esos pájaros, en los rayos que desde lo alto parecen el flash de la cámara fotográfica de los ángeles y de los demonios. Quizás este en detenerse a probar el sabor de lo que no hemos probado, en dejarse persuadir por el discurso y el punto de vista del otro u otra. O en saber correr cuando haya que correr: huir de uno, de tantos que hay en uno, matarlos en una opción o aprender a vivir con todos esos fantasmas. Kiarostami deja ver un guion que está en construcción. No hay un punto final en la existencia, mientras haya vida siempre cabe la posibilidad de alterar el destino. El hombre es dios, la religión es uno, no hay más.