Robert Le Roy era un muchacho de 18 años que soñaba con ser un gran guitarrista. Lamentablemente el talento no lo acompañaba. Un día conoció a Virginia Travis, se enamoró y dejó atrás las mujeres, el licor y la noche. Cuando se enteró que su esposa estaba embarazada decidió guardar la guitarra, como Rimbaud los versos, y se consiguió un empleo decente que le permitiera mantener a una familia.
En el parto las cosas se complicaron y en menos de media ahora Le Roy vio cómo su universo se destruía: Virginia y junior morían frente a los ojos de una partera impotente. Descorazonado, el joven empezó a andar sin rumbo. Lo único que llevaba consigo era la vieja Gibson que ya anidaba las primeras arañas. Se cubría de la lluvia en cualquier techo y comía con las pocas monedas que le daban, más por un acto de piedad que por reconocer su virtuosismo, el ocasional público que le escuchaba esos blues desgarradores y violentos. Un negro no podía cantar otra cosa en el Misisipi racista de principios de la década del 30.
Cuenta la leyenda que en un cruce de caminos se le apareció el diablo. Venía vestido de hombre, con un traje blanco, la piel translúcida llena de venitas violetas, y un sombrero gris que le cubría la mata de pelo amarillo que le salía de la cabeza. Le dijo que tenía derecho a un deseo y Le Roy dejó la guitarra en el suelo polvoriento, se miró las manos y miró de frente al hombre misterioso y le suplicó que lo hiciera un gran guitarrista. El diablo sonrió, le pidió el instrumento, se dio la vuelta, caminó unos pasos, emitió un conjuro y luego le entregó de vuelta la Gibson al negro. “Sólo tendrás que deslizar tus manos por el mástil- le dijo el diablo- y tocarás el mejor blues que los pueblos del Misisipi hayan escuchado”.
Recorrió todo el sur del país y la gente juraba que no había escuchado nada igual. Ya no se llamaba Le Roy, ahora le decían Johnson, Robert Johnson, y sus explosivos blues no sólo le cantaban al amor perdido sino a Satán, su mentor y señor. En Me and the devil blues, uno de sus blues más emblemáticos, le rinde culto al rey de las tinieblas: Temprano en la mañana, cuando golpeas a mi puerta, digo Hola Satán, creo que es tiempo de partir. Y una noche cualquiera, a los 28 años, desapareció para siempre, como si Asmodeo hubiera vuelto del infierno a llevárselo a pegar el precio que tenía que pagar por tocar la guitarra como nadie lo había hecho.
Robert Johnson fue el primer discípulo del diablo en el rock.
Al autor de Love in vain le han seguido Jimmy Page, habitante del Lago Ness, quien en las noches de luna llena hacía ritos en el cementerio de Bolenkine House, la casa de Alesteir Crowley que el guitarrista de Led Zepellin también habitó. La mítica canción del grupo, Starway to heaven está llena de invocaciones demoniacas y se supone que el anciano que aparece en la portada de su disco IV, es George Pickingale, un poderoso hechicero negro.
Los Beatles, por supuesto, no estuvieron ajenos a la influencia demoniaca. No se conformaron con meter a Crowley en la multitud de celebridades que se congregan en la portada de Sangert Peppers y de llenar sus discos con mensajes subliminares que supuestamente hacían referencia a ritos demoniacos, sino que, a finales de la década del sesenta, se inventaron la deliciosa leyenda de que Paul McCartney estaba muerto. Se dice que en sus canciones hay pistas que indican que el co-líder de la banda había muerto decapitado y achicharrado en un accidente automovilístico en 1966 y que a partir de la fecha su puesto fue ocupado por un doble llamado William Campbell. Una de las pruebas está en la portada de Abbey Road en donde Paul aparece, a diferencia del resto del grupo, descalzo, como si ya no fuera parte de este mundo.
Sea como sea, el impostor estuvo a cargo de obras maestras como Back to the U.S.S.R o Hey Jude, que al parecer no se trata de una tierna canción de cuna, sino de una invocación a los viejos dioses paganos. Para acabar de completar la leyenda negra de los Beatles, el clan Manson pintó, con la sangre de Sharon Tate, Helter Skelter, en las paredes de la casa de Polanski
Los Rolling Stones no hubieran sido los mismos si la bruja Anita Pallenberg no hubiera aparecido en la vida de Brian Jones y después se hubiera hecho el gran amor de Keith Richards. Fue ella la que le dio al pretencioso Jagger El maestro y la margarita, novela de Mijail Bulgakov que le inspiraría para escribir Simpatía por el Diablo, su declaración de principios en donde queda claro que Luzbel ha sido el rey del Siglo XX.
Bajo el influjo de la Pallenberg los stones vivieron su momento creativo más vibrante pero también el más oscuro. Richards era candidato a morir en cualquier momento por su dependencia con la heroína y duraba días encerrado en su casa en Chelsea, presenciando como Anita hacía sus pócimas con sangre de hombre agonizante y semen de suicidas. Por esa época, los Stones se ganaron la distinción que aún los acompaña: ellos son Sus Majestades Satánicas.
A finales de los setenta David Bowie vivía recluido en su mansión. Se le había metido en la cabeza que una poderosa hechicera quería hacerle daño. Por eso, mando a comprar siete neveras gigantes en donde depositó, durante una década, todos sus fluidos corporales.
Una vez se separó de los Beatles, John Lennon, como Jesús, se retiró al desierto de su soledad. Habían rumores que afirmaban que Yoko Ono lo tenía aletargado a punta de hechizos. John se masturbaba diez veces al día y desde su ventana veía el Central Park mientras con un porro prendía el otro. Una vez, mientras su hijo Sean de cinco años había llevado a un amiguito a jugar en los amplios pasillos de su departamento neoyorquino, Lennon le rompió un bracito al niño mientas jugaba con él. Tuvo que pagar un millón de dólares al padre del muchacho para mantener oculto el escándalo. Se acusa a un brujo en Buenaventura, ciudad del pacífico que solía frecuentar Yoko, como el causante de esos años oscuros que vivió el Beatle cuando ya había dejado de ser una morsa y ya era John.
Después vino el exhibicionismo inofensivo de grupos como Kiss, Dio o Alice Cooper, pero nadie podía creerse que esos ritos pudieran traer un trasfondo serio. Al fin y al cabo cualquiera era capaz de decapitar una paloma de un mordisco, pero pocos serían capaces de invocar a Thelema. En los noventa, Marilyn Manson, aventajado discípulo de Anton Lavey, volvió a poner de moda el satanismo, pero sólo en él podríamos gastar un artículo entero y éste, lamentablemente, ya se ha hecho muy largo.