Desde sus orígenes históricos la Ciencia Política ha sido una disciplina en constante cambio y evolución. Aunque no hay consenso específico sobre su origen disciplinar —inclusive, el destacado politólogo italiano Gianfranco Pasquino considera que “delinear la evolución de una disciplina como la ciencia política es una operación difícil y compleja”— sí queda claro que una fuente primigenia en el origen de la disciplina fue la filosofía política clásica. Desde la antigua Grecia la formación política resultaba esencial para el ciudadano que integraba parte de la comunidad de la polis ateniense y concurría al principal espacio de participación democrática de la antigüedad, el ágora. Para los atenienses la polis no solo representaba la dimensión física asociada a una ciudad-Estado, sino que era la concentración de toda la vida intelectual, política y espiritual de una comunidad. A decir de Giovanni Sartori, “el ciudadano no habitaba la polis, la polis habitaba en el ciudadano”.
Bajo los principios de isegoría (igualdad de palabra) e isonomía (igualdad ante la ley) la polis se configuró en la realidad cotidiana y concreta del ateniense. De ahí que la formación del ciudadano resultara esencial para afianzar su participación en ese modelo de democracia participativa y directa que se convirtió en un referente universal en el mundo occidental. Quienes en mayor medida ejercían la labor de formación de los ciudadanos fueron los sofistas, cuestionados por Sócrates en boca de Platón, pero convertidos en una institución virtuosa y necesaria para alcanzar un tipo de plena ciudadanía en las discusiones suscitadas con apasionamiento en el ágora. No hay duda de que en la creación y consolidación de ese modelo de democracia directa se encuentra el origen histórico de la Ciencia Política como una disciplina clásica y precientífica abocada al estudio del poder y las instituciones.
Aunque la categoría de ciudadano ha cambiado radicalmente desde la antigua Grecia y la democracia pasó de ser un modelo de pequeñas ciudades-estado ubicadas en un archipiélago del mar mediterráneo a una compleja dimensión social de grandes ciudades donde impera la lógica de la democracia representativa, no es dable afirmar que la Ciencia Política dejó de ser ese campo del saber humano enfocado en contribuir al entendimiento de las relaciones de poder a partir de la organización social y política.
Es claro que en el último siglo y tras el avance del paradigma conductista a mediados del siglo XX orientado a alcanzar el mayor nivel de cientificidad como posibilidad de comunicación intersubjetiva de los conocimientos adquiridos (Pasquino, 2014), la Ciencia Política inició un intrincado proceso de fortalecimiento confluyendo en la articulación de un método que generó múltiples tendencias, corrientes y escuelas. De facto, el debate en torno a su condición de “ciencia” se sintió superado iniciando una tardía transición entre el relato seguro de la modernidad y la incertidumbre metodológica de la posmodernidad. Sin embargo, tras dos milenios de avances, hallazgos y retrocesos, no se duda de que la Ciencia Política contemporánea se ha erigido en el campo de las humanidades como una disciplina con valor autónomo (con una cientificidad asociada a factores economicistas) y capacidad de diálogo teórico-metodológicos con otras áreas de las humanidades (interdisciplinariedad).
Desde esa postura, los aportes de la Ciencia Política a la compresión de la política, así como sus dinámicas e instituciones, son amplios e integran una amplia variedad de tradiciones y escuelas. En términos de especificidad, la Ciencia Política se ha encargado de estudiar el poder en todas sus dimensiones, es decir, explorar el conjunto de condiciones objetivas y subjetivas que sustentan el régimen y el sistema político de una comunidad humana. Es así como los aportes de la disciplina han sido trascendentales para configurar una corriente de estudios sobre los partidos o movimientos políticos como piezas articuladoras o representativas en el sistema político (democrático o no democrático); el tipo de régimen político que orienta la vida de una sociedad; la configuración política de las ramas del poder público como herencia del liberalismo clásico; las expresiones democráticas y su relación con la movilización social; las relaciones internacionales en el marco de un multilateralismo globalizado. Son aportes que contribuyen al entendimiento de la política como un fenómeno complejo y dinámico en las esferas: local, nacional e internacional.
Sin embargo, el principal reto de la Ciencia Política y los politólogos recae en su capacidad y responsabilidad para comunicar ese acumulado histórico de saberes. Hoy día resulta muy necesario preguntarse sobre el rol del politólogo en la sociedad. En parte, porque la disciplina pasó de ser la “gran desconocida” o incomprendida (asumiendo que el politólogo per se es un político en potencia) a una de las carreras con mayor expansión en la academia colombiana en las últimas tres décadas. Desde la creación en 1968 del primer programa en Ciencia Política en la Universidad de los Andes, la disciplina o sus derivados (estudios políticos, relaciones internacionales, gobierno, ciencia política) se ha instalado en la oferta académica de la mayoría de universidades públicas y privadas del país. Es decir, cada vez hay más politólogos lo que amerita problematizar o cuestionar su rol en la sociedad y por fuera de las esferas académicas donde se concentra la mayor parte de su actividad profesional.
Ante lo anterior, podría afirmar y con prudente respeto a la sensibilidad de algunos colegas, que todavía no es claro el rol o papel que tiene el politólogo en la sociedad colombiana. En la agitada matriz de la opinión nacional (cada vez más dinámica debido a la irrupción de las redes sociales) el profesional de la Ciencia Política no destaca en mayor medida por asumir o posicionar grandes debates; su participación en discusiones que problematizan temas como el Congreso o las expresiones del régimen político es bastante marginal; y, es claro que no es garante de propuestas de transformación o rediseño institucional. En una sociedad como la colombiana profundamente atravesada por el conflicto armado y con la persistencia de una violencia con raíces políticas, es pertinente preguntarse: ¿dónde está el politólogo?
Aunque no dispongo de los elementos para responder a ese interrogante, sí considero que el principal reto de la disciplina y los politólogos que cada año egresan de las universidades del país, consiste en acercar el saber académico con las realidades sociales, culturales, humanas y económicas de cientos de comunidades que habitan en las múltiples “Colombias”. Además, no solo implica asumirse como opinador en los mass-media (tradicionales o alternativos), no, también resulta necesario construir niveles de comprensión en torno al acumulado de saberes que han definido la disciplina a lo largo de su historia; dialogar con esos “otros saberes” no institucionalizados o dependientes de la validación de la academia europeísta o americana de la que ha bebido la Ciencia Política criolla. Más que nada y conectando con la historia, el politólogo debe rescatar la condición virtuosa del sofista como un formador de ciudadanía en el sentido de fortalecer la democracia y propiciar un mayor sentido de apropiación frente a lo público.
El llamado a la Ciencia Política debe ir más allá de seguir avanzando en la construcción de un cuerpo teórico que la dote de mayor autonomía y tradición, algo de gran importancia, pero que sigue reforzando la visión del académico atrincherado en la “torre de marfil” y abstraído de la complejidad de las realidades inmediatas. El sentido elemental de la disciplina reposa en un encuentro popular que, no revista necesariamente activismo partidista o proyección electoral, sino posibilidades de debates y diálogos construidos “desde abajo” en relación con la ciudadanía y con una visión escéptica o crítica de las instituciones como detentadoras del poder político. Para ello, es importante desarrollar estrategias de reconocimientos societales en los territorios (desde la dicotomía centro-periferia); asimismo, adentrarse sin temor o prevenciones epistemológicas a las expresiones organizativas de las comunidades que han construido o deconstruido una dinámica ciudadano-estado-instituciones al margen de rígidas consideraciones teóricas. Así, se podrían identificar las potencias de un diálogo más plural y una Ciencia Política que desde la academia se dinamiza en los territorios con el claro sentido de impulsar ámbitos de formación ciudadana mejorando los niveles de participación democrática.
Así las cosas, la utilidad del saber de la Ciencia Política se encuentra en su capacidad de descentralizarse; concertar espacios de encuentro desde el reconocimiento y el diálogo; propiciar escenarios de formación ciudadana no rezagados a las aulas o los medios masivos de comunicación; interactuar sin perder rigurosidad con las plataformas digitales de gran alcance (pasando del clásico homo videns en la sociedad teledirigida teorizada por Sartori a un homo-hiperconectado en el cambiante mundo de las redes sociales). Así se podría hablar de una Ciencia Política que busque tanto describir como construir, es decir, más activa y con capacidad de agendamiento. Que la pregunta recurrente no sea dónde está el politólogo, sino por qué no está el politólogo. Apropiarse de un espacio en la sociedad que demanda de profesionales formados y sobre todo apasionados. Las posibilidades son enormes y los politólogos no deben temer a arriesgarse y asumir el reto. Colombia los espera.