El reposo de un viejo feliz

El reposo de un viejo feliz

Pambelé, el peso mosca que nadie olvida domó los demonios del alcohol y la droga y ahora ve pasar los años entretenido con la televisión y sus amigos en su finquita costeña

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septiembre 29, 2018
El reposo de un viejo feliz
Foto: Archivo/El Espectador

De los seis Audis que tuvo, de los cinco Mercedes Benz, de los ocho apartamentos en Caracas y los cinco en Bogotá, de su casa en Cartagena, de toda su fortuna, lo único que le quedó fue la Finca La Mancandona, en Turbaco. Un patio grande de cuatro hectáreas en donde han jugado sus hijos, sus nietos y donde se levanta a caminar cada mañana. Del tsunami que fue su vida le quedó también Carlina, la más fiel de sus mujeres. En su época de gloria las modelos, actrices y hasta niñas bien de Bogotá tocaban a su puerta. Él, en su desmesura, les regalaba Rolex con la facilidad de quien regala una credencial.

Era tan grande que durante los años setenta García Márquez llegó a una cena que sus paisanos le habían preparado en un elegante restaurante de Madrid. Al verlo llegar gritaron “Acá está el colombiano más importante de la historia” Gabo, teatral, volteó a mirar a su espalda “¿En dónde está Pambele?”.

Antonio Cervantes tenía 23 años cuando se fue a Caracas. En Cartagena lo habían sancionado durante un año por organizar un tongo. No tenía talento, era medio cobardón. Sólo tenía talla. Era el peso Walter Junior Perfecto. Él continuó boxeando porque la vida le daba más duro que sus rivales encima del ring. Cuatro años después estuvo a punto de derrotar al argentino Nicolino Loche. La corona le fue esquiva hasta el 28 de octubre de 1972 cuando derrotó en Ciudad de Panamá al local Alfonso “Peppermint” Frazer. Durante ocho años sería un dictador en su categoría, uno de los campeones más sólidos de la historia. En 1973 fue elegido el mejor boxeador de la tierra, por encima incluso del mítico Mohamed Ali.

Pero todo lo perdió. Sus adicciones a la cocaína y al bazuco ahondaron aún más sus problemas mentales. Salvar a Pambelé se convirtió en una obsesión absoluta, en una campaña nacional. Su amigo, Andrés Pastrana, hizo lo posible: viajes a Cuba a desintoxicarse, internadas en los hogares Crea, todos le hacíamos fuerza para que se recuperara. Colombia veía como su campeón perdía una y otra vez la pelea contra el vicio y la locura. Pambelé aparecía en todas partes de Colombia, desde Bogotá al mercado de Bazurto en Cartagena, mendigando cunchos de cerveza y líandose a trompadas contra cualquiera. Así recibió heridas, taconazos, golpes que le quitaron la poca dignidad que tenía.

Era un problema de ansiedad. Pambelé necesitaba reafirmarle a su ego que él todavía era un campeón, por eso le pagaba de su bolsillo veinte mil pesos a todo aquel que quisiera trenzarse en una pelea con él. Pambelé, a los 72 años, le ganó la batalla a la botella, a la papeleta de bazuco.

Pambelé se levanta a las seis de la mañana y enciende el televisor mientras le da buena cuenta a los seis huevos revueltos y un tazón de chocolate que desayuna.  Le encantan los noticieros, Pambelé está enterado de todo. Detesta a Maduro y cree que Comesaña le podría dar un nuevo título al Junior de Barranquilla, el equipo del que es hincha. Pambelé ya no desvaría, ahora se acostumbró a vivir al día. Eso si, lo recuerda todo con su precisión, sobre todo cuando se le pregunta por las 18 defensas que le hizo a su título mundial. Las únicas drogas que toma son las seis pastillas con las que se defiende de la ansiedad que antes lo empujaba a la calle a caminar durante días. Pambelé vive de una pensión que supera los 3 millones de pesos entregados por el gobierno al ser una vieja gloria del deporte.

El campeón no sale solo. Siempre lo acompaña alguno de los tres hijos que vive en su casa finca. Carlina, su esposa desde hace 45 años, mujer cristiana, lo ha entregado a Dios. Pambelé ya es una persona normal. Los escándalos han quedado atrás. Sigue pendiente, gracias a Telecaribe, del boxeo nacional. Su vejez es casi plácida, los demonios los ha domado. Pambelé los noquió.

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