El fín de la guerra en Siria marcó un nuevo tablero geopolítico en materia de control de las fuentes de energía en el mundo. Rusia, China y Turquía afianzaron sus posiciones como aliados del régimen sirio y se constituyeron en actores determinantes en otros conflictos en el Oriente Próximo y África.
De hecho, las riquezas petroleras de Libia, una nación islámica del norte de África que posee las mayores reservas de petróleo en África y las novenas del mundo, han pasado hacer parte de otro capítulo en los nuevos entramados de las disputas petroleras internacionales. Antes de la caída y muerte de Muamar el Gadafi, en 2011, Libia producía 1,6 millones de barriles de petróleo diarios. El 79% de su producción estaba controlada por multinacionales italianas, británicas, francesas y españolas y el resto por multinacionales de Estados Unidos, China y Brasil. Tras la caída del régimen de Gadafi por tropas de Estados Unidos, las otras potencias de la OTAN y sus aliados en Oriente Próximo y en el mundo Árabe, se desató una lucha armada por el control del poder en Libia que ha propiciado una profunda fragmentación del país. De paso surgió una parcelación en el dominio territorial de nuevos feudos controlados por grupos armados tribales, fuerzas políticas, grupos económicos, mercenarios y milicias yihadistas, bajo el amparo económico y militar de las potencias intervinientes y sus aliados en el Oriente Próximo y el mundo Árabe con intereses estratégicos en las riquezas petroleras.
Una guerra que durante y después de la muerte de Gadafi, define un nuevo mapa en el control de los hidrocarburos. Un conflicto despiadado donde más de 15 multinacionales petroleras de Estados Unidos, europeas y asiáticas, se reparten el control del lucrativo negocio del petróleo, que representa el 80% del PIB y el 97% de las exportaciones de Trípoli. Por los intereses de las potencias y sus aliados, Libia se convierte en una nación fragmentada con dos gobiernos. Uno en el este y el sur controlado por las fuerzas del Ejército Nacional Libio del mariscal Jalifa Haftar, fuerzas que reciben financiación y armas de Rusia, Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Jordania, Egipto, Arabia Saudita y de los Emiratos Árabes Unidos. Todos con intereses geoestratégicos en el control del petróleo. De allí que las fuerzas del mariscal Haftar controlan el mayor porcentaje de la producción petrolera con más de un millón de barriles diarios.
El otro gobierno controla el oeste del país, liderado por Fayez Al Sarraj, que cuenta con el respaldo de la ONU, recibe apoyo económico y militar de los Hermanos Musulmanes, Turquía, Italia y Qatar, entre otros países, quienes por sus intereses se han convertido en sus principales bastiones externos. El gobierno turco y al Sarraj suscribieron el año pasado varios acuerdos para recibir apoyo militar y una nueva demarcación marítima que le garantiza a los turcos el control del gas libio en la zona del Mediterráneo oriental.
Acuerdo que generó protestas de sus vecinos, dado que Turquía desde hace años mantiene litigios con Chipre, Grecia, Israel y Egipto por las explotaciones de hidrocarburos en las aguas del Mediterráneo. Turquía considera que los gobiernos de Israel, Egipto, Grecia y Chipre han acordado dejar a los turcos fuera del reparto de los recursos energéticos submarinos de aquella zona mediterránea.
Libia es un estado fallido, fragmentado, devastado, en ruinas y sumergido en el caos. Tal como lo expresó el primer ministro británico, Boris Johnson, en la antesala de la Conferencia de Berlín: “la guerra en Libia es una guerra de peones que se termina si las fuerzas externas deciden terminarla”. Detrás de la fragmentación territorial están los intereses económicos y estratégicos de las potencias, las cuales son las que suministran apoyo económico y militar a las diferentes organizaciones armadas que se disputan el control de los territorios ricos en hidrocarburos. Han sido varios los diálogos frustrados en la búsqueda del fin de los conflictos. Las potencias se están repartiendo a Libia como sucedió en la famosa Conferencia de Berlín en 1885, cuando las potencias europeas se repartieron el dominio de África. Ahora 135 años después, el 19 de enero, en Berlín de nuevo las potencias celebran una conferencia para definir el rumbo de una nación africana, cuyo trasfondo es el reparto de sus riquezas y la contención de la emigración africana desde su territorio a Europa.
En la segunda Conferencia de Berlín del siglo XXI sobre suelo africano participaron los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad: China, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y Rusia. Además, Italia, los Emiratos Árabes Unidos, Turquía, Egipto, Argelia y la República del Congo. Pese a que en el comunicado se dice que: “Nos comprometemos a abstenernos de interferir en el conflicto armado o en los asuntos internos de Libia e instamos a todos los actores internacionales a seguir nuestro ejemplo". Sin embargo, en la práctica no se aplica.
Un nuevo reparto que guarda cierta analogía con el famoso acuerdo de Sykes-Picot, entre Gran Bretaña y Francia, en 1916, cuando después de la primera Guerra Mundial, tras la derrota del imperio Otomano, lo desintegran y se repartieron el dominio del Oriente Próximo, trazando nuevas fronteras para asegurar sus intereses económicos y estratégicos que convirtieron a dicha región en un semillero de conflictos vigentes.