La carta de Iván Márquez y el Paisa a la Comisión de Paz del Senado de la República, más que un signo de alarma acerca de una división en el partido Farc, pone de presente una manera de ver las cosas que simplemente contribuye a agravarlas. Nadie con un mediano raciocinio se atrevería a poner en duda el pobre nivel de cumplimiento de los Acuerdos de La Habana por parte del Estado. Otra cosa es el qué hacer frente a tan complicado problema.
No deja de sorprender que el grito de batalla de los firmantes de la carta sea la exigencia de la implementación completa de lo acordado. Reiteran incluso que su mayor anhelo es contribuir a la construcción de la paz en nuestro país. Pues eso precisamente es el propósito fundamental asumido por el partido de la rosa desde su nacimiento, reiterado en su último Consejo Nacional de los Comunes. Todos queremos que se cumpla lo acordado, ¿cuál es el problema entonces?
Un recurso fácil, que habla poco a favor de quienes lo esgrimen, es el de salir a afirmar que nos equivocamos, que nunca debimos pactar la dejación de armas en los términos como se hizo, que primero debíamos habernos asegurado de que la reincorporación económica, política y social de los antiguos guerrilleros fuera una realidad incontrastable. Porque sabíamos que esta oligarquía era tramposa y por tanto estábamos advertidos de que nos pondría conejo.
El argumento suena atractivo, sobre todo para aquellos fundamentalistas que todavía creen que por la vía de las armas es posible ganar el poder en Colombia y sostenerse en él, con independencia de los contextos mundiales, continentales y locales que indican en la práctica, ese único criterio de la verdad, según Lenin, que la realidad política presente es muy distinta a esas visiones subjetivas. Si la oligarquía no iba a cumplir las cosas como se firmaron, tampoco lo iba a hacer de otro modo.
Suponiendo que hubieran admitido que la organización guerrillera
continuara portando sus armas con posibilidad real de usarlas,
esa oligarquía hubiera bombardeado los campamentos a la menor señal
de accionar militar
Suponiendo que hubieran llegado a admitir, como lo conciben tan fácilmente algunos, un tipo de acuerdo según el cual la organización guerrillera continuara portando sus armas con posibilidad real de usarlas, pese a haber firmado un Acuerdo de Paz, aún en ese escenario, esa oligarquía no hubiera dudado en enviar los aviones a bombardear los campamentos a la menor señal de accionar militar. La posesión de las armas por la guerrilla habría sido el pretexto para poner fin a todo.
Así que regresaríamos a un punto muerto. La continuación indefinida del conflicto, que para algunas cabezas calientes parece ser el único recurso admisible. Algunos exaltados nos agreden con sorna a veces, tildándonos de arrepentidos, de renegados de la lucha armada. Producen es pesar. Uno sabe que no tienen ni la menor idea de lo que significa una guerra como la vivida en nuestro país, esa que sí vivimos varias generaciones durante décadas interminables.
Les guste o no a esos radicales, hay un hecho incontrovertible en Colombia. Su pueblo no quiere guerra, su pueblo anhela es la paz. Al firmar el Acuerdo Final, las Farc nos pusimos a tono con ese sentimiento que palpita en el alma de los colombianos y colombianas. Necesitamos más de cinco décadas de resistencia armada, para arrancarle al Estado y a las clases que lo dirigen, un acuerdo que abriera las posibilidades a la construcción de un país diferente.
Estaba visto que la confrontación nos aislaba cada vez más del pueblo colombiano. Que el poder nos convertía en monstruos ante ese pueblo que soñábamos con movilizar. Ahora estamos aquí, en la ciudad, hablando todos los días con la gente, organizando un partido, haciendo política abierta, que hasta hoy es el recurso más idóneo para llegar a las grandes masas que reclaman cambios profundos. El regreso a las armas es un absurdo político.
La única alternativa real que tenemos para conseguir la implementación de lo acordado, es la conformación de un movimiento nacional que presione desde todos los lados al gobierno y al Estado colombiano para obligarlos a cumplir. Con lucha, con movilización, con pueblo en las calles. Eso no puede ser llevado a cabo si no es aprovechando lo alcanzado a la fecha, para desarrollarlo y ampliarlo en máximo grado. Lo otro es apoyarnos en el respaldo de la comunidad internacional.
En las condiciones de la Colombia de hoy, la guerra es la peor locura. Esa sí que servirá a los sectores más recalcitrantes para atornillarse en el poder y hacer trizas, no solo los acuerdos sino al menor asomo democrático. Los más alegres con esto deben ser la derecha uribista y los halcones de Washington. El problema no es si la oligarquía es tramposa o no, el problema es cómo se consigue el apoyo de las mayorías nacionales para cambiar esto.
Es claro que con medio siglo de guerra no lo conseguimos.