Cuando el capitalismo rentista, aglutinado en los fondos de inversión, se tomó el poder de Estado a través de Reagan y Thatcher en los años 80, desplegó un feroz ataque de desprestigio contra el Estado de bienestar. Para esto utilizó la propaganda sucia y contó con la aquiescencia de algunos intelectuales auspiciados por los mismos fondos.
Se le censuró la deuda pública, que en ese entonces era mucho menor que la de ahora. Se le calificó de despilfarrador, siendo que eso no era culpa del tipo de Estado sino del régimen político. Se le denominó peyorativamente populista, como si precisamente eso no fuera la esencia del Estado social creado por los alemanes en 1890. En fin, se hicieron todo tipo de diatribas que escondieron la verdadera causa del ataque bajo el concepto de “crisis del Estado de bienestar”, que no era otra cosa que su necesidad de cambiarlo para establecer su modelo económico basado en el uso del organismo para sus fines empresariales mediante su explotación.
Hoy, pasadas tres décadas de la consolidación del esquema que hizo el Consenso de Washington suscrito en noviembre de 1989, se puede hacer el balance y los resultados se están viendo en las calles de varias ciudades tanto de Latinoamérica como de Europa. Después de 30 años, la gente está saliendo a protestar contra los efectos sociales de dicha modalidad de capitalismo y los impactos en la vida humana. Ahora estamos presenciado cuál era el futuro que anunció Cesar Gaviria con la famosa frase que lanzó el día de su posesión en 1990.
El desastre comenzó en diciembre de 1990 con la Ley 51 de Rudolf Hommes y se consolidó a mediados de 1991 con la nueva constitución política. A través de esta arrebataron de las manos del presidente el Banco de la República, para, bajo una supuesta y falsa autonomía, colocar el organismo de rodillas al servicio del Banco de Pagos Internacionales (BPI), que desde Basilea (Suiza) controla la familia Rothschild. De ahí en adelante vino toda la avalancha de privatizaciones para trasladar los bienes públicos al escenario del mercado y desmantelar el anterior Estado de bienestar.
Ahora, 30 años después, vemos que la privatización de los bienes públicos, que se convirtió en el gran negocio de los empresarios inescrupulosos, ha sido uno de los factores del empobrecimiento generalizado de las clases medias hacia abajo. Esto por el alto porcentaje de los ingresos familiares que se comen las elevadas tarifas que los privados cobran por la producción de los bienes públicos para que su negocio sea altamente rentable. Los otros factores son las políticas económicas que propician desempleo y los elevados impuestos que el Estado requiere cobrar para pagar la deuda a los fondos de inversión y que recae sobre los más pobres porque los ricos están exentos de tributación.
Que ese modelo se derrumba es una realidad. Solo falta esperar un poco de tiempo, pues no puede haber un Estado que sea solo deuda, deuda y deuda. Por ello nuevamente se está añorando el Estado de bienestar y muy pocos piensan en cambiar el sistema económico, ya que el sistema alternativo, el socialismo, no tiene vigencia histórica porque su mecanismo de funcionamiento, que es la planificación en reemplazo del mercado, no permite el ritmo de crecimiento necesario ni la innovación adecuada para el desarrollo.
Toca entonces dentro de este mismo sistema capitalismo, cuyo mecanismo de funcionamiento es el mercado, aplicar las medidas apropiadas para evitar el sacrificio de la especie humana, lo cual solo es posible por la vía del manejo del Estado. No obstante, el viejo Estado de bienestar no es procedente al pie de la letra, por cuanto dicho tipo de Estado era adecuado al capitalismo industrial y las economías cerradas, en otra coyuntura histórica. Sin embargo, los fundamentos, principalmente en lo que se refiere al manejo de lo público y a la política fiscal redistributiva con impuestos directos y progresivos, siguen siendo válidos, por lo que hoy es razonable pensar que, haciendo los ajustes necesarios, tenemos que pensar en el regreso del Estado de bienestar.