Son las ocho y veinticinco de la mañana del dos de febrero de 1984. Hace diez minutos que Cortázar rueda al lado de Aurora, su mejor amiga, por las calles del X distrito de París. Dos grados centígrados es el tiempo que se marca avizorando el tiempo que se acaba…al pasar frente de la casa de Verlaine, se acuerda de sus años juveniles cuando emocionado leía a los poetas simbolistas. El escritor tirita, y a través del vidrio opacado, observa que nieva nuevamente en la ciudad, y aunque está muy abrigado, intuye que el hielo de su cuerpo es el frío de su muerte.
Le quedan pocos días, él lo sabe, y ahora, al pasar por el teatro Antoine, se antoja recordar las tardes de cine con su verdadero amor, la maga Edith Aron. Visualiza a la joven delgada de sonrisa fresca de sus años pasados, vestida con sus medias negras y zapatos colorados, entrando con él, muy juntos, a películas de moda que hablaban de las coincidencias y las fuerzas intuitivas del surrealismo del momento. Entonces, con frustración desanimada piensa arrepentido la tarde que la vio por última vez y la dejó escapar en su encuentro casual hace años en la estación del tren Picadilly. Esta vez extrañamente, no la asocia con Rayuela, su obra consentida
Se baja con dificultad del automóvil en las puertas del hospital Saint Lazare con el rostro pálido y abatido agarrado del brazo de su primera esposa y amiga que lo mira con ojos de pavor. Ella no sabe que su angustia reflejada no le hace nada bueno al escritor, que la observa de reojo. Cortázar Camina derrotado sabiendo que la vida se le agota, siente miedo y pesimismo ante el diagnostico inexacto de su pérdida de defensas y sus múltiples infecciones que le hablarían nuevamente los incrédulos galenos.
De camino al baño con el estomago estragado, antes de escuchar que tiene que quedarse hasta el fin de sus días en el frío hospital parisino, vuelve y piensa en sus momentos amorosos, a sabiendas que lo único inmune que le queda es, esta vez sí, los recuerdos vívidos de su maga en los días de Rayuela.