No deja de sorprenderme la fascinación del ser humano con el sufrimiento. Más adictivo que el alcohol, cualquier droga, o el azúcar, el sufrimiento aúna la atención de seres de todo estrato.
Nos horrorizamos con imágenes de la guerra en Ucrania y hasta asoman lágrimas cuando aparecen los cuerpos de los niños asesinados por misiles en el hospital donde recibían tratamiento.
Nadie se pregunta si tanto valor y heroísmo en una guerra aparentemente perdida desde su comienzo equilibra el horror, la destrucción y la muerte de tantos ucranianos?
El mundo entero se conduele con el horror pero ningún país se atreve a detenerlo porque es más fácil compadecer que vivir la realidad en carne propia.
No lloramos aquellos pequeños que mueren desnutridos en La Guajira, ¿quizás porque las imágenes no son lo suficientemente maquilladas?
Nos conmovemos y comentamos, no sin cierta admiración como si fuera el héroe del reality, la tortura, el sufrimiento y la agonía del fulano que padeció tal o cual enfermedad “con mucha fortaleza” y, muy posiblemente, si hubiese pedido la eutanasia, lamentaríamos el final del sainete porque “tiró la toalla, qué pesar, no la peleó”.
Los más conservadores se hacen cruces con el tema del aborto, en público y a todo volumen, siempre y cuando quien aborta no es de su entorno y si lo es, el silencio reina, casi aturdiendo, como cuando asesinan campesinos, líderes sociales, habitantes de la calle…y nadie llora.
Media Colombia, una porción del país desde donde las familias no aportan hijos al servicio militar obligatorio ni viven en zonas rurales, dice “NO” a un proceso de paz y aboga por armar a cuanto civil tenga con qué comprar el arma. ¿Se fascinarían ante un ataque de misiles a su apartamento de lujo o solo cuando las masacres ocurren en veredas lejanas?
Si el ser humano fue hecho a imagen y semejanza de un dios, hoy me declaro atea liberada. Mi fe en un ser superior de amor se acabó. Agacho mi cabeza con humildad al reconocer que ese ser humano pequeñito que habita este planeta diminuto y casi imperceptible en la inmensidad cósmica sólo responde a su propia conciencia. Cada cual decide si vale la pena la guerra o la paz, el amor o el odio, la comunidad o el ghetto.
El futuro de Colombia depende de nuestro cuestionamiento, está en nuestras manos, en nuestras decisiones, en lo que estemos dispuestos a ofrecer y compartir. Ninguna entidad nos hará el milagro.