Un apartamento pequeño, en el noroccidente de Bogotá, donde llegó a vivir este caballero de la triste figura con su familia por allá en 1990, si no estoy mal. Para ese entonces ya éramos amigos pues nos habíamos conocido en el 87 en la Nacional, estudiando Diseño gráfico. La primera vez que vi a Fercho, era un pelao de 17 años, el menor del semestre, recién desempacado del bachillerato y con la inocencia de haber sido criado en una familia de clase media que vivía en ese entonces en el barrio Villa Javier, al suroriente.
El papá trabajaba en el Banco Nacional y la mamá en un laboratorio fotográfico. Los cuidaba la abuelita paterna y en general tuvo una infancia y pubertad tranquilas. Cuando ingresó a la Nacional, llegó con poca calle, con decirles que nunca se había tomado un trago y mucho menos fumado un cigarro. Lo más arriesgado que había hecho era mirar pornografía en revistas que se pasaban de mano en mano con los amigos del bachillerato, de resto nunca fue de correr muchos riesgos. Era el tipo de pelao que prefería quedarse en la casa viendo el chavo que estar en la calle con los amigos.
Entonces cuando entró a la nacho, se encontró con un mundo muy diferente al que había conocido hasta ahí. Las primeras veces que nos reuníamos, comprábamos brandy Napoleón y en algún momento empezó a rodar un bareto de marihuana… todo esto para él era nuevo, tocaba rogarle para que se tomara un trago y la primera vez que fumó marihuana se pegó una vomitada tenaz y casi se nos muere. Sin embargo, poco a poco fue cogiendo gusto a la vaina y ya después tomaba a la par que el resto; también comenzó con la lectura, el otro vicio que le habría de consumir los días. No sé si fue con Borges o Cortázar, lo cierto es que el pelao se empezó a encarretar con la lectura. Empezó a leer lo que se le atravesaba y como en el grupo había varios lectores duros, pues no faltaba quien le aconsejaba. De ahí conoció a Andrés Caicedo, Castaneda y su Don Juan, Vasconcelos, Herman Hess, Kundera…
Todo esto, libros, trago y marihuana, como en una avalancha se lo llevaron por delante. Y si a esto le sumamos la desintegración familiar, ya que a su familia le dieron la visa para vivir en Estados Unidos y él por solidaridad con Juan Carlos su hermano mayor decidió no arrancar, sino quedarse en medio de un mundo que estaba apenas descubriendo, de repente se encontró viviendo con su hermano y con la libertad que nunca había tenido, rodeado de amigos, que, para ese entonces, vivíamos la justificación para el ocio que resulta ser estudiar en una universidad pública.
Ahora llego a visitarlo de cuando en cuando, en su castillo del quinto piso. Su hermano un día también viajó y finalmente quedó solo, en medio de arrumes de libros, recortes de periódico que pega en la pared, figuras de origami y un estante que hizo con los empaques Tetrapak de cuartos de aguardiente néctar. Ya de los muebles queda poco, una silla vieja sobreviviente de una sala setentera, un asiento en forma de elefante, una mesa que esta repleta de apuntes y dibujos inconclusos y un radio despertador. Me dice que tiene problemas con la cisterna del baño y no ha podido arreglarla, me ofrece un tinto y yo me siento en la silla a mirar un libro que es su guía desde hace muchos años, el I Chin.
En contraste con su descuido personal, tiene unas medias muy rotas y un pantalón de sudadera viejo, mantiene un orden casi impecable, todo lo tiene clasificado y utiliza clips para coger las hojas de lo que escribe o lee. Con el tinto me trae un tema que cada vez que vengo, lo comenta como si fuera la primera vez:
— Digamos que el primer motivo mío fue religioso, porque la verdad tenía que decirle a este bendito universo cuál es la cosa con este desorden de todos los días. Si el Feng Shui dice que son cinco elementos, pues cinco elementos tienen que haber en la sociedad, entonces digamos que un religioso puede terminar en esto, un economista puede terminar en esto, o un estudiante de diseño gráfico. Yo soy un poco los dos, en cuanto religioso y en cuanto diseñador gráfico…
Finjo escucharlo mientras me muestra unos dibujos donde por cinco años ha estructurado un modelo económico y social, desbaratándolo una y otra vez como los peces dorados del coronel Aureliano Buendía, “con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello”. Las palabras salen de su boca sin dientes, lo que lo hace ver como un anciano flaco y atormentado.
Atormentado por esas ideas que están ahí, pero a las que no puede coger y dar forma, recurre a la marihuana, para tratar de construir una jaula a esas ideas de humo. Por eso recurre al alcohol, el muchacho que se volvió anciano antes de tiempo, el muchacho que se alimenta de solo semillas como un pájaro, porque no se considera vegano, solo es que los animalitos le dan pesar y que embarrada que los maten para comérselos.
Finalmente me despido con la promesa que vuelvo pronto. Le digo "Fercho cuídese, coma mejor. En estos días paso". Me ofrece un libro de Oscar Wilde, se lo acepto, aunque sé que no lo voy a leer, le doy un apretón de manos y empiezo a bajar los cinco pisos de su castillo de libros, marihuana y alcohol…