Regreso, brevemente, a mi niñez en La Habana y recuerdo las noticias de esos primeros días de enero de 1959. Huía hacia Estados Unidos el tirano Fulgencio Batista, acompañado de su plana mayor, y llegaba glorioso Fidel Castro, con su hermano Raúl, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos (posteriormente traicionado y asesinado por sus amigos camaradas) y muchos milicianos del Movimiento 26 de Julio, que fueron recibidos con júbilo por las gentes de la ciudad.
Recuerdo que mi padre, ciudadano holandés y, en ese entonces, vicepresidente de Protane Corporation, compañía de gas, no compartió nunca ese júbilo ni le simpatizó el nuevo gobernante.
Durante los seis meses siguientes, previos al regreso de mi familia a Colombia, fuimos observando cómo poco a poco los directivos extranjeros de las multinacionales fueron seguidos por familias enteras de estratos altos que huían de la nueva dictadura que ya no se acomodaría a sus intereses personales y económicos. El éxodo de cubanos menos acomodados continuó por años en condiciones de alto riesgo para sus vidas.
Los cubanos fueron recibidos con inmensa generosidad por el pueblo estadounidense y muchos, especialmente los que contaban con familiares y ahorros en su nuevo hogar, lograron alcanzar nuevamente un lugar de privilegio.
Dos años después, en medio de la Guerra Fría, el Congreso de los EE. UU. aprueba una ley que descarta cualquier tipo de ayuda económica a la isla y que poco después se convierte en un embargo comercial como “castigo” por la nacionalización de las refinerías de petróleo de propiedad norteamericana, sin mediar compensación alguna, y por la cercana relación del régimen con la Unión Soviética. Solo a partir del año 2000 se permitió la exportación de algunos alimentos y algunos productos de índole “humanitaria”. La presión del gobierno para lograr “democratizar” el régimen cubano bien sabemos cómo termina, sesenta años después. ¡Nada ha cambiado!
El “boicot” a Cuba, totalmente apoyado por los cubanos de Miami que hoy todavía pretenden que la isla que abandonaron es suya, ha oprimido al pueblo cubano que quedó atrás y ha sido la espina clavada en el orgullo patrio. ¿Qué sería hoy de la isla si se hubieran logrado acuerdos que hubiesen permitido el paso hacia una economía estable y un retorno a la democracia? Otro sería el cantar, más alegre y dulce aún pero mucho menos nostálgico, y no habría el recuerdo de “cuando salí de Cuba...”.
Mis respetos a ese pueblo que quedó atrás y que, aún sometido a un régimen opresor, ha alcanzado logros importantes en educación y en medicina. La resiliencia de los cubanos ante los verdugos del gobierno y de los que abandonaron la isla, no deja de sorprender.
Y la historia de Latinoamérica, esa América, no la de las latitudes del norte, sino la nuestra la de las “republicas banana” continúa en esa lucha por progresar, por erradicar miseria, por educar juventudes a pesar de los yugos y la corrupción de gobiernos de derecha y de izquierda.
Y observamos a Colombia, con un optimismo cauteloso puesto en empresarios y dirigentes que buscan y ofrecen soluciones y en una juventud que responde con entusiasmo al llamado del deber y a la consciencia de su responsabilidad con el futuro y miramos a los que se van, como los cubanos de bien de 1959, y pensamos en la silla que perderán al irse para Sevilla.