Siempre le he temido más al purgatorio que a la muerte. La llana idea de un lugar de transición en el cual se contabilicen -y contrasten- mis pecados (y virtudes), para proceder a un veredicto final e implacable me resulta aterrador: el castigo al alma cierta por un cuerpo que jamás abandonó la incertidumbre. En la mitología egipcia, el purgatorio consistía en comparar el peso de los corazones difuntos respecto al de la pluma de Maat (diosa de la verdad); si el corazón resultaba más pesado (por la culpa) sería destrozado por Ammut, el dios con cabeza de cocodrilo. No obstante, el purgatorio más convincente -y más próximo a la experiencia de vivir- parece ser el que sugiere Dante en la Divina Comedia: un lugar de expiación de los falsos amores.
Para el autor italiano, un amor falso encarnaba la devoción equívoca y excesiva por los objetos; malversación que conllevaba, indefectiblemente, a la horrorosa indiferencia por -y entre- las personas (las únicas dignas de ser amadas). Ya se sabía a ciencia cierta, en el remoto siglo XIV, que la cuestión de amar no solo implicaba un peligroso impulso -descabellado e irrefrenable- sino también la obligación de saber muy bien y con detalle su dirección, destino y depositario. En caso contrario, haber amado lo que no se debía amar -tan común y tan abismal- procuraba una sentencia de condena eterna. Nada despreciable.
Sin duda, la conclusión de Dante se asemeja -en mucho- a las obvias respuestas que hemos obtenido como individuos y como sociedad en estas últimas semanas. La cuarentena de nuestros días no es más que un purgatorio que pone en evidencia lo equivocados que estábamos a la hora de definir qué y cómo amábamos. Hoy, sin esfuerzo, notamos que muchas de las cosas que eran objeto de nuestra idolatría se han marchitado por su insignificancia y trivialidad. Muchas de las urgencias se han desvanecido y solo nos hemos podido arropar con lo verdadero y sólido: los otros.
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Si se detalla desde cierta distancia, el confinamiento es simplemente un ejercicio óptico: nos permite ver todo -y a todos- de forma distinta
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Si se detalla desde cierta distancia, el confinamiento es simplemente un ejercicio óptico: nos permite ver todo -y a todos- de forma distinta. Además, pone en entredicho las prioridades personales y colectivas que estaban convirtiendo al mundo en un escenario detestable: multitudinario y solitario a la vez.
Dante también sugería que ese falso amor por las cosas nos conduciría a pecados mayores. En efecto, la desatención y apatía por los intereses de los demás, aplastados por el bienestar individual (¿el valor absoluto?) nos está convirtiendo en columnas soberbias e indiferentes, que confunden la solidaridad con la limosna. El egoísmo se ha convertido en política de estado y filosofía de vida, creando el espejismo imaginario de las diferencias entre los hombres. De otro lado, y quizás la versión más deformada del amor por los objetos, es la envidia que nos causaban las vidas ajenas; la ostentación de la riqueza se volvió un apego morboso y obsceno en el que se camuflaban personas y profesiones insignificantes que nos hacen despreciar a los que hoy por hoy salvan nuestras vidas. Hoy parecemos haber comprendido que un techo, una medicina y una comida bastan para vivir. Lo poco, con su estrechez y sabiduría, nos está dando una gran lección.
Posiblemente, el interrogante más recurrente de estas épocas se refiere a la forma en que esta cuarentena nos transformará como personas y como sociedad. Imposible saberlo. No obstante, queda el consuelo de habernos enterado a tiempo de nuestros errores y nuestras fallas y además, de haber podido contemplar los cambios y transiciones que se requieren para dejar de ser eso tan incompleto que somos. Más adelante, cuando llegue el verdadero final, conoceremos el peso de nuestros corazones; que por ahora permanecen inmóviles: repletos de piedras y plomos de falsos amores.
@CamiloFidel