Cuando los diálogos de La Habana estaban en curso, ante las resistencias que el establecimiento le formulaba a las propuestas guerrilleras, que en la práctica eran casi las mismas propuestas del país violentado, algunas personas, entre las interesadas en que el proceso cuajara, consideraban que esas resistencias podrían hacer que los diálogos fracasaran o que solo quedaran de ellos algunos resultados de poca monta, de paz barata, de bajo costo, al servicio de nada.
¡Queremos la paz, pero no esa paz! Tal era el estribillo de esos pesimistas, que por fortuna parecía haber sido contrarrestado por los acuerdos del Teatro Colón, de los cuales se creía que habían quedado salvaguardados con mil garantías, incluida la del Consejo de Seguridad de la ONU.
Ya todos sabemos lo que está pasando: que el proceso de implementación comenzó en ruinas, que los acuerdos están quedando convertidos en desechos reciclables de segura utilidad en el próximo proceso de paz y que las salvaguardas no han mostrado ninguna eficacia.
Con razón se ha dicho que el pesimismo es la ilusión con los pies sobre la tierra; pues esos pesimistas terminaron demostrando que los tenían echando raíces, porque definitivamente la paz de hoy no es la paz que se quería y tampoco es la paz de los acuerdos. Peor aún, ni siquiera es un remedo de paz; es apenas lo que dejará de ella el remedo de presidente que hoy tenemos.
Empeorando lo malo, ahora resulta que ni siquiera tenemos clara la película respecto de la naturaleza del conflicto que se pretendió erradicar. Para algunos “violentólogos”, incluidos varios dirigentes del partido Farc, el conflicto fue un enfrentamiento fratricida entre colombianos pobres, en lo cual tienen razón, pero sin considerar que de un lado estaban los colombianos pobres que defendían con las armas a los colombianos ricos que los tenían en la pobreza, y del otro, a los otros pobres, que luchaban para resolver las causas de que tal pobreza hubiera.
Con semejante concepción del conflicto, no se entiende por qué el desperdicio de más de cuatro años de discusiones en La Habana, si para para ponerle fin hubiera sido suficiente con “dos sentadas” para que las partes transaran un perdón social y un olvido jurídico acompañado del desarme. Eso le habría ahorrado mucha labia al país, salvo al uribismo, que de una habría encontrado nuevos argumentos para evitar el sepelio de sus sueños de guerra eterna; eso sí, prescindiendo de inmediato de generales como Nicacio Martínez, entre otros, que al cabo de las quinientas fueron pillados como amigos soterrados de la paz, de muy fácil contubernio con el comandante Carlos Lozada.