Analizar de forma crítica a la clase política en Colombia, aunque es un ejercicio complejo, es necesario para poder comprender la realidad actual de esta misma, la cual no deja de sorprender y preocupar, en gran parte porque ha terminado prescindiendo de uno de los aspectos indiscutidos en la política: la ética, tan determinante dentro de la legitimación social del político o política. Ahora bien, uno de los factores que más demuestra dichas consecuencias es la deslegitimación social del actor político como referente moral.
En términos generales, se piensa que una persona dedicada al ejercicio político debería demostrar ciertas capacidades para mediar, planificar, gestionar y evaluar procesos de cambio relacionados con las necesidades de las personas. Además proceder de un pasado y presente transparente que pudiese brindar confianza por delegar en él, ella, los destinos de una sociedad.
No obstante, el presente actual de la clase política colombiana situaría la descripción anterior en un ejercicio irónico entre lo que no son y lo que deberían de ser. Esto en parte gracias a que dentro del imaginario social se ha desestimado la obligación de exigir para sucumbir a conformarse o sentir indiferencia social con lo que actualmente se tiene en materia de representación política. La negación del cambio es inherente en el servicio de la política actual, en él se vislumbran aspectos negativos que son transformados en un miedo paralizante del que existen unos intereses políticos implícitos.
Para el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, uno de los mayores problemas sociales se expresa en el significado de la expresión alemana “Unsicherheit”, la cual fusiona tres conceptos de emociones que traducidos al español son: inseguridad, incertidumbre y desprotección. Su origen depara de un imaginario global que es alimentado en gran parte por la forma de crear un tipo de discurso político, difundido y consumido en los nuevos medios, cuya finalidad en parte es dirigida a llamar la atención y potenciar el sentimiento de vulnerabilidad de las personas, todo esto a través del discurso del miedo. Por otra parte, dicho sentimiento de angustia termina derivando en las personas una reacción de incertidumbre que termina por optar hacia el individualismo, que se contrapone a la corresponsabilidad que exige la acción colectiva.
Un ejemplo de ello se reproduce constantemente en el discurso de la clase política colombiana. No conformes con presentar argumentos de debate frente a una realidad concreta, intentan señalar esta como una amenaza hacia un estándar moral que no necesariamente representa el comportamiento o los valores que demuestra el político o política que los sostiene. Un claro ejemplo lo observamos en el senador Álvaro Uribe Vélez, quien valiéndose de una foto publicada en una red social en donde aparece una clase de niñas y niños exponiendo una pancarta de apoyo a la Jurisdicción Especial para la paz (JEP) elaboró todo un discurso de miedo hacia la educación pública, señalando, generalizando a todo el sistema educativo como impulsor de “adoctrinamiento”, razones que según él eran suficientes para pensar que la alternativa de dicho problema era impulsar la privatización de la educación en Colombia.
Lo anterior demuestra que lejos de articular un debate serio, con argumentos, ya que estos están basados en una foto publicada en una red social, ni siquiera la educación, señalada de ser “el motor de transformación de una sociedad” según opiniones fundamentadas en todas las teorías de desarrollo, deja de estar señalada y cuestionada por una clase política que lejos de ser corresponsable, actúa con ignorancia, irresponsabilidad y una vez más se pone en contra de los intereses comunes.
Según la Organización Internacional Transparencia Internacional, en 2018 la percepción de la corrupción en Colombia aumenta, algo que corroboran las encuestas elaboradas por Gallup e Invamer, en donde queda claro que el mayor problema para los colombianos es la corrupción política. No es una exageración pensar que para la mayoría de los colombianos la clase política está totalmente correlacionada con comportamientos que atentan la ética de una sociedad: difamaciones, malversaciones de fondos, tráfico de influencias, implicaciones en homicidios, pertenencias a bandas armadas, robo, narcotráfico… la lista es interminable y con ello se reafirma que el ejercicio de una política decente en Colombia es un ideal cada vez más lejano.
La solución a dicho problema pasa por vencer colectivamente la anomia —aislamiento y desafección social de las personas como consecuencia de la ausencia de una estructura política que dote de derechos y garantías para lograr el bienestar social—, principal síntoma de una sociedad en riesgo. Pese a todo, la solución aunque difícil sigue estando en nuestras manos.
La respetabilidad en la política es para quien pueda responder, rendir cuentas, transformar realidades y ejercer la democracia. Esta misma, recordemos, no se reduce en el acto deliberativo que representa un voto, es mucho más, es el equilibrio entre participar en el conjunto de consensos dirigidos a fomentar la igualdad, la libertad y la justicia social y, muy importante, en el control político, en la corresponsabilidad y exigencia de rendición de cuentas hacia aquellas personas que nos representan en la gestión del bien común.