Los días siguen su incontenible curso en medio del confinamiento obligatorio. Y para algunos esta situación ha sido llevadera, en medio de las dificultades que se presentan. En cambio, para otros ha resultado todo lo contrario. Así que cada quien en su propia carne sabe a ciencia cierta todo lo bueno y lo malo que le ha resultado el hecho de quedarse en casa, como una medida preventiva de luchar contra el coronavirus y, por ende, salvar su vida.
Así mismo, todos los días estamos expuestos a nuevas noticias de cifras de contagios y muertos por el covid-19, al punto que la información a ratos nos alarma y el futuro se presenta incierto. No obstante, los anuncios que se hacen desde el sector oficial diciendo que el país saldrá airoso y victorioso de la crisis sanitaria. Que todo es cuestión de tiempo.
Sin embargo, en Colombia el flagelo de la corrupción no da tregua. Su poder es creciente y camina de la mano de la historia del país. Es triste decirlo, pero es la verdad. En todas partes está presente porque encuentra en la pérdida de los valores éticos y morales de aquellos que están investidos de poder y autoridad, el caldo de cultivo en donde renacer y fortalecerse en el momento propicio para beneficio de unos cuantos y en detrimento de las mayorías.
Tras la declaratoria de la Emergencia Económica, Social y Ecológicas, las autoridades territoriales han hecho uso de la denominada modalidad contractual de la urgencia manifiesta. Este procedimiento permite adquirir bienes y servicios de manera directa con un solo oferente, cuyo objetivo primordial es para atender las necesidades de la ciudadanía afectada con la problemática generada por el covid-19.
Hasta allí todo indicaría que no hay ningún tipo de inconveniente, siempre y cuando se viviera en un país de ángeles. Pero lastimosamente no es así. Porque el pulpo de la corrupción extiende por todos lados sus tentáculos y no permite la existencia de divinidad alguna.
Por ello, ya son públicas las denuncias sobre escandalosos contratos firmados por las administraciones distritales, departamentales y municipales, en donde el sobrecosto de los productos es la nota predominante para robarse, sin mayores escrúpulos, la plata destinada con la finalidad de calmar en algo el sufrimiento y angustias del pueblo colombiano.
Desde la Presidencia de la República hasta las instituciones de vigilancia, control e investigación, como la procuraduría, la contraloría y la fiscalía, respectivamente, han manifestado que están dispuestas a combatir la corrupción. Que pondrán todos los esfuerzos institucionales en descubrir a esos delincuentes que le quitan el pan de la boca a los más necesitados. Y que serán implacables para que el peso de la ley caiga sobre esas “ratas de alcantarilla”, como llamó a los corruptos, el presidente Iván Duque.
Que ojalá todas esas buenas intenciones y bellos propósitos, no sean un saludo más a la bandera. Pero que, sobre todo, las investigaciones y sanciones no se orienten como siempre hacia los llamados “peces chicos” de la corrupción para ponerlos de ejemplo en su lucha anticorrupción. Qué las acciones también se dirijan a buscar y pescar en aguas profundas a los “peces gordos”, los cuales muchas veces nadan al lado de quienes son los mismos encargados de dizque combatir al pulpo de la corrupción.
