Todo comenzó con un libro de atlas que prometía ser el más actualizado. Es gibt keine Kolumbien, que es lo mismo que “Hay ninguna Colombia”. Entonces les parecía aterrador que el país del que provengo no estuviera marcado en el mapa, una comprobación más de que me encontraban exótica y de que ellos se consideran más bien open mind porque hablaban algo de español, un idioma que pocos tienen como tercera lengua y que poco interesa, a pesar de que existan hablantes del español en su comunidad europea.
Yo insistía en que los protocolos con el coronavirus en el aeropuerto de Madrid me parecieron más bien nulos, muy parecidos a los del aeropuerto de Bogotá. “En Europa ¡catastrófico!”, me respondieron, “es que donde hay españoles hay rumba, fiesta…”. Yo quería apartarme del lugar común y cierto de la semejanza entre Latinoamérica y España cuando de comparaciones odiosas se trata. De hecho, no había pensado sino en lo desastrosa que ha sido la pandemia en todo el mundo, incluso en el aeropuerto de Frankfurt, donde tuvimos que esperar más tiempo para recoger el equipaje porque a causa de la crisis despidieron a buena parte del personal. Yo solo quería dar a conocer la paradoja de la restricción para colombianos en España, pero eso nunca lo iban a entender; acá solo llegan las noticias de USA y de algunos países de Europa. Si se trata de otra noticia no importa el acontecimiento en sí mismo, sino las reacciones de USA y Europa frente al asunto, verbigracia, la situación de Afganistán hoy.
En las primeras reuniones me preguntaban cómo se llamaba esto o aquello en español, sobre todo, si había esto o aquello en Colombia. Es gibt in Kolumbien…?” Yo pensaba en los turistas de la Candelaria, me imaginaba que era una curiosidad similar. Las buenas nuevas de Colombia son que la política es difícil, un gesto con el pulgar hacia abajo refiriéndose al presidente, no porque así lo crean, tampoco por un desacierto idiomático, simplemente es lo único que tienen por decir, y finalmente, la cruz eterna de la historia con la droga.
Por esos primeros días busqué libros en español, recorrí tres librerías y la biblioteca pública de una ciudad mediana (estándar europeo), el resultado fueron diez libros, cinco de Isabel Allende y otros cinco de tres españoles y dos latinoamericanos. Me parecía tan absurdo que uno pudiera extrañar su idioma; es la experiencia de cruzar la frontera, me dije. Luego vendrían las lecciones sobre la fantasía de los mitos encarnados en lugares, la hija de Agenor, Europa, raptada por el toro blanco y bello, Zeus.
Antes de salir de Colombia me hicieron un regalo en español: Viajes con Heródoto, de R. Kapuściński. En una ocasión, mientras lo leía en este verano frío, una mujer se acercó para mirar qué era lo que yo hacía cada vez que sacaba el lápiz, pensó que seguramente yo subrayaba lo que no entendía y a lo lejos debió sorprenderse, pues sacaba el lápiz cada dos minutos y me aferraba al libro. Kennst du Kapuściński?” le pregunté y escuché las risas de tres generaciones por esa palabra sonora, vieja y tan venida del este, la comparaban con el catuccini italiano, la galleta dura de almendras.
Con Kapuściński leí que el provincialismo es una trampa que se relaciona comúnmente con el espacio: el provinciano es el que se centra únicamente en el espacio en el que vive, pero no habita, y le atribuye una importancia desmesurada. Encontraba el libro de mi propio viaje y de la amplitud del provincialismo de Europa, según T. S. Eliot, también se trata del tiempo y no solo del espacio, es decir, que si uno se embelesa en un fragmento de la historia de la humanidad, ese que se alardea de los grandes acontecimientos, el tiempo de las invenciones de la humanidad, es un provinciano para el cual el mundo es de exclusiva propiedad de los vivos.
Me imaginé que también existe un provincialismo cotidiano del tiempo y el espacio, pero también del espíritu, y que nace de una profunda convicción de la memoria que tiñe del color que más le gusta. Estaba invirtiendo el significado de ese adjetivo peyorativo utilizado en Colombia con el cual los citadinos se refieren a los rurales, un sentido que apunta con un dedo, pero que señala con tres al que lo declara. El riesgo del provincialismo no son las palabras o la burla del dialecto de la lengua común, sino la percepción de estar adelantados en el mundo. Por eso el provinciano no es aquel que vive lejos, sin industria, sin WiFi, sin dos idiomas, sino el que tiene la sensación de estar contento siendo un eremita del progreso. Hoy las reglas de ese juego peligroso tienen por sinónimo “apertura” e “interconexión” como garantía de hacer bien las cosas. Imaginarse que un país desarrollado está envuelto en una aureola de gloria, pero ungida de provincialismo, implica invertir los significados y bajar del lugar celeste a “los países de las oportunidades”.
De repente, la sobrevaloración de los viajes juveniles, tildados de aventureros por los propios jóvenes que se convierten en youtubers en el extranjero, me pareció triste, los videos de internet antes de salir de país me advirtieron de brindar mirando a los ojos, quitarme los zapatos antes de entrar a una casa, cumplir una cita y llegar puntual, sobre posible racismo y discriminación, pero nada que me advirtiera de una disposición espiritual del provinciano a multiplicar la distancia, sin basarse en el desprecio ni la imposición, para extrañarse de la suerte de otros.
Europa a duras penas concibe que sin ella y más allá de ella existan pueblos, los otros somos los huéspedes, nuestra realidad es remota y abstracta. El provincialismo no tiene otro lugar que el sentimiento que un pueblo tiene de sí, de sus posesiones, lo cual no requiere de ninguna crítica y hasta es admirable, salvo cuando aquello que construye el espíritu de un pueblo, el Espíritu de Europa, necesita de la sombra del no europeo, venir del lugar del que se viene, para forjar su identidad.