El profeta de Wuhan

El profeta de Wuhan

Un cuento corto a propósito de la pandemia que vive el mundo actualmente

Por: David Stephen Aronson Cerezo
junio 17, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El profeta de Wuhan

Un personaje inolvidable camina por las calles de la ciudad de Wuhan pronunciando que un hecho trágico y terrorífico se justificaría, por sí, hablando como si la providencia fuera indiscutible. Este señor no describió una guerra celeste, ni una maldición diabólica, sino del fin predestinado de la historia de la humanidad. En torno de sí, se habría de averiguar las posibilidades de su historia implausible.

Él, como yo, somos conciudadanos de la misma ciudad y la misma nación. Yo soy estudiante en la Universidad de Wuhan de Ciencia y Tecnología, y vivo con mis padres porque quiero enfocarme en mis estudios sin distracciones. Por lo general, yo soy alguien que es callado y estudioso, pero ahora estoy frenético y me agobia algo que ha dicho este personaje anónimo sin mediar sus palabras.

Las dudas que tengo sobre mi futuro, sobre mi carrera y las posibilidades de conseguir un buen trabajo, creo que son el origen de mi ansiedad después de oír lo que dijo aquel personaje tan inusitado. Yo siempre ando reflexionando sobre la naturaleza de la vida como algo inevitable: uno nace y muere, y entre estos dos polos opuestos hay lo que se reconoce verdaderamente en la conciencia humana. En otro momento fui al río Yangtze para mirar a las aguas del gran afluente que llega hasta el Océano Pacífico, y me hizo bien.

Mañana, el veinticinco de enero, es el festival de primavera y todos estaremos regocijando y alegres. El año nuevo siempre es una nueva esperanza para todos los que vivimos aquí en la China Continental. Ojalá no tenga que pensar ya más quién es aquel personaje que tuvo la osadía de quitarme el sosiego y dejarme meditabundo e inseguro de mi ser y forma de vivir, pues, solo quiero seguir trabajando y estudiando sin preocuparme de cosas insignificantes y estrafalarias.

*

Aquel profeta escabroso formuló aquellos argumentos sin advertir el sentido último de sus premoniciones, de forma seca y sin mayores explicaciones: “Se ha acabado la paz gloriosa de la humanidad, y se ha descontinuado la vida del ser más inteligente del planeta Tierra“. Lo vi yo mismo sobre la avenida un día, mientras caminaba a comer mi almuerzo una tarde, y escuché su predicción que pregonaba tan incorregiblemente.

Me causó mucha gracia lo que dijo el profeta, y ahora que la gran mayoría de nosotros estamos en casa para evitar el contagio del virus, después del hecho, no sabría decir dónde está este profeta, si acaso sigue en la calle, o sí tiene un lugar para guardarse mientras la ciudad está en cuarentena. Mi sobreabundante curiosidad para indagar qué ha pasado con aquel transeúnte se ha vuelto una obsesión que requiere una reflexión minuciosa para clarificar los sentimientos que se han escondido en las esquinas confusas de mi memoria.

Personalmente, yo no creo en vaticinios, ni oráculos, ni en profecías. Al igual, no puedo negar creer en un futuro en donde el profeta pueda ayudarme en algo más allá de su profecía desesperanzadora. Al existir la posibilidad para compartir el sentimiento de esperanza con otros que buscan el sentido de la muerte, me he vuelto un creyente en las verdades eternas. A la manera de una certitud avasallante sobre el fin del mundo, lo cual afectaría hasta el último ser humano vivo sobre la Tierra, he comenzado por fin a contemplar las verdades escondidas a las intuiciones de la razón.

La pandemia que empezó a coger fuerza después del año nuevo fue inesperada. Quizás aquello será un camino áspero hacia la sabiduría, pero de pronto llevará hacia la ocurrencia tránsfuga de un mundo real definido por la capacidad del pensamiento humano. Esperemos siempre que la cura de la plaga sea más necesaria que la misma enfermedad. Eso hará de la vida el placer más alto que nos trae cada mañana el aislamiento preventivo, en cualquier instancia, mientras sigamos vivos.

*

La otra noche soñé haberme encontrado con un virus horripilante en su entorno natural. Dentro de mi soñar emergió como una criatura salida de un cuento de terror, una criatura salida de la imaginación tenebrosa y delirante de un escritor de cuentos de terror.

Por tanto, aquel sueño fue sorprendente. El mundo onírico no siempre se comunica con claridad al neófito. Está hecho para despertar y expresar un conocimiento esencial que supere las tinieblas de lo incomprensible.

No significó, sin embargo, que lo tomara en un sentido oracular. El augurio nocturno del virus apareció en mis sueños antes de que hubiese llegado con toda su fuerza mortífera a Wuhan. Aquello reflejaba una manifestación inconsciente de aquello que es incontrolable, algo que no contempla una realidad racional útil para construir un conocimiento verdadero, cierto, y justificable.

La visión del sueño fue exquisita. Vi un mundo de dimensiones infinitas, un suelo plano que se extendía sin dejar una indicación del vínculo entre tiempo y espacio en los confines de mi conciencia.

El sueño estaba rápidamente volviéndose una pesadilla. La tranquilidad de aquel mundo onírico se vio perturbado por la entrada de dos entidades redondas, grotescas, con decenas de tentáculos que retorcían en el aire como unos gusanos asquerosos, alargándose y contrayéndose en espiral, rozando la superficie de las extrañas entidades, monstruosamente vacilando, mientras las esferas se acercan a una velocidad considerable hacia donde yo estoy. El virus se presentó en medio de un paisaje onírico espeluznante, pero majestoso.

Al despertar estaba empapado de sudor. No pude asegurarme si la pesadilla había terminado o si yo hubiera de encontrarme dentro de un mundo infinito de mis propios sueños al levantarme de la cama. Quise hablárselo a alguien, a mi familia, mi novia, o mis amigos, pero pensé que no iba tener ningún efecto cuestionar los sueños irracionales de mi inconsciente.

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Voy afuera para comprar pan, carne molida, vegetales y unas manzanas verdes. Estoy vestido con guantes y mascara para evitar cualquier probabilidad de contagio. Cerca del supermercado me encuentro con el profeta apocalíptico que había pronosticado la pandemia, pero sin identificar su causa ni su cura en detalle. Él también está vestido con guantes y con mascara. Se ve feliz, pero no sé por qué. No lo voy a molestar porque se ve que está contento y no sé cómo compartir en su dicha inescrutable.

Puede ser que él siempre quiso que la humanidad cesara de existir. Y en este momento, parece ser que todo lo que antes conocía no estuviera verdaderamente existiendo en la mente de los profetas que imprecan la humanidad. Me siento otra vez perplejo ante la actitud de otro individuo de mi propia especie, tan sabio pero tan lejano de mis razonamientos ordinarios.

Antes de que el COVID-19 hubiera atacado a los seres humanos se dice que este patógeno existía en otra encarnación que solamente afectaba a los murciélagos. Los pobres murciélagos de herradura de la región de Hubei, donde vivo y donde empezó el brote del patógeno, sufrían lo que nosotros ahora estamos padeciendo, y no había ciencia que los ayudara a prevenir su contagio. Se tienen que cuidar a sí mismos sin la ayuda de la ciencia humana.

Estos murciélagos no habían muerto del coronavirus porque sus cuerpos habían desarrollado anti-cuerpos que impedían la infección, y posterior incubación del virus, dentro de sus cuerpos. Ahora que el virus ha mutado para encontrar huéspedes humanos, no va ser fácil encontrar una vacuna contra este patógeno.

La transmisión viral no es intencional, ni es una característica preponderante de la vitalidad evolutiva que cubre nuestro planeta en general. Aunque pueda parecer increíble que un virus salte de especie a especie y que cause la muerte en masa de la población del huésped que lo alberga, todos entendemos lo que quiere hacer el virus: quiere reproducirse a tal punto que pueda seguir existiendo perpetuamente.

Aquel pensamiento me ataca bruscamente. Además, de la descripción expresa el deseo comúnmente adscrito a la supervivencia humana surge otra pregunta inconveniente ¿Acaso la raza humana también sería como un virus, en otras palabras, como un virus con una conciencia desigual a sí, un objeto que no mide las posibilidades de su futuro inevitable?

*

Mi padre me dijo una vez cuando era pequeño que yo sería el primero de la familia en ganarme un premio Nobel. Lo que le inspiró tal indulgencia paternal, que me extendió tan suavemente, pero con una desmesura propia de un padre orgulloso, fue algo que le doy poca importancia hoy en día tantos años después.

Él se había comprado un equipo de casetes porque le encantaba pasarles música a mis tíos y tías para que ellos pudieran escuchar las últimas canciones de rock que él había conseguido a pesar del mucho esfuerzo necesario para comprarlos en su versión original. La casetera se dañó, inevitablemente, después de una semana de haberla comprado.

Esa misma noche después de que se dañara la maquina yo la desarmé y la arreglé. Él se levantó en la mañana y me encontró escuchando una canción de John Lennon, Imagine, y vaticinó que yo sería una luz eminente de las ciencias y las artes.

Crecí y entré a la universidad. Elegí estudiar la biología molecular. Dado que a mi juicio este campo de conocimiento tenía la posibilidad más alta de generar nuevos descubrimientos para la humanidad. Estoy cerca de terminar mi tesis para graduarme, y cuando se acabe la pandemia voy a trabajar para ganar plata para pagar mi maestría en biotecnología.

Un día estuve hablando con uno de mis profesores que nos enseña estadística e ingeniería genética. Yo le había preguntado sí había un chance de que la humanidad se auto-destruyera por intentar de crear una cura absoluta para todos los males del cuerpo humano.

Él me respondió que la ciencia y la tecnología trabajan en conjunto para buscar soluciones a los problemas que surgen paulatinamente al progresar de mano en mano con la historia, en vísperas de lo que urge las necesidades de la industria y la sociedad. Afirmaba, por supuesto, que se desarrollan nuevos métodos exitosos al conocerse formas equivocadas que impiden mejorar las prospectivas del conocimiento científico.

Esta afirmación me dejó maniatado, meditabundo, pero perplejo. Mi profesor siempre se expresaba en sus clases de forma distinta a la manera en que me acaba de hablar; de una manera menos filosófica, y más fría y descriptiva. Ese día no pude entender que lo que él me quería decir era más bien una declaración de principios en una fe en la ciencia. No era una descripción escueta de las consecuencias irrebatibles de la actividad científica que estaba expresando, sino el pathos, el sentimiento, del espíritu científico.

La mente de un científico inmaduro como yo no se había percatado todavía que criticar y conocer los fines del espíritu – tanto así como esbozar las teorías y estructuras del mundo natural – requiere de una reflexión precisa y pragmática. No obstante, la prueba de este método filosófico y científico me eludía en aquel instante.

*

Mi padre no ha vuelto a su trabajo desde que arrancó la cuarentena. Él ha dicho que no sabe qué va pasar y no sabe cuándo va volver a su rutina diaria. Mi madre afortunadamente puede trabajar desde casa para cumplir sus responsabilidades en la empresa donde trabaja.

Mis hermanos y mi madre le decimos que vamos a estar bien, y que podría ser peor, como le ha pasado a aquellos que no tienen una entrada económica confiable para sobrellevar estos tiempos difíciles. Yo les digo a todos en mi familia que todavía nos falta mucho para que tengamos que racionar nuestra comida, pero que podríamos comenzar con adquirir nuevos hábitos para aprender a aguantar cualquier cosa que pase en los días venideros.

Les comento a todos en mi familia sobre el sueño que tuve antes de que empezara la pandemia. Les digo que las entidades del sueño son igualitas a las fotos del virus que se han tomado del COVID-19. Todos se ríen de mí. Me miran callados sin reírse al decidir decirles que deberíamos empezar a ayunar para endurecer nuestros cuerpos y espíritus.

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Una de mis hermanas estudia para ser filósofa en la Universidad de Wuhan. En las noches largas del confinamiento ella nos habla sobre la preocupación que inspiran las plagas y las pandemias en el imaginario histórico del ser humano.

Ella nos dice que anteriormente la plaga era el objeto del pensamiento mitológico, y que en la gran mayoría de las culturas pre-modernas había solamente la intuición del juicio catastrófico que causaba que la divinidad intentara destruir a la humanidad. Las flechas que lanzaba el dios Apolo al campamento de los Griegos en la Ilíada; las plagas de Egipto que Adonaí usaba para liberar a los Hebreos; todos aquellos son grandes relatos que hablan sobre la naturaleza de la verdad, e igualmente nos dicen sobre la belleza y la tragedia de estar vivo en tiempos del coronavirus.

Nunca había estado tan orgulloso de que mi hermana fuera filósofa, que me clarificara una duda que la pandemia había sembrado en mí tan repentinamente. Los mitos y cuentos épicos de la antigüedad están repletos de referencias a lo que anteriormente se llamaba plaga, pero que hoy en día conocemos por varios nombres que han producido la ciencia para clasificar y reproducir todas las ideas relevantes a este tipo de fenómeno; epidemia, pandemia, infección, contagio, inmunidad, serología, reacción en cadena de polimerasa etc.

Este discurso se siguió de otra pregunta que me empezó a molestar. ¿Puede ser la madre naturaleza suficientemente sublime para realizar ordenadamente la futura conciencia del ser humano?

*

Cuando el virus surgió ante la mirada atónita de billones de seres humanos incautos, nos transformamos de ser humanos espirituales a ser humanos materiales, independientes de los objetos del sentido común y corriente. Empezamos por aprender a las malas que somos contingentes, que todo puede ser de otra forma ante la existencia de un súper-virus; la economía, la industria, la vida social, todo esto se ha detenido en el tiempo como si nunca hubiera existido en el primer lugar.

Le pregunté a mi hermana que dicen los filósofos sobre el sinsentido que caracteriza la existencia de las circunstancias que vivimos en este momento. Ella me explicó que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, famoso pesimista e idealista absoluto, escribió sobre el significado de la felicidad y la reflexión que hacemos desde nuestro conocimiento del mundo real, “Además se sabía por experiencia que solo la esperanza, la pretensión, es lo que hace nacer y alimenta el deseo; de ahí que no nos inquieten ni atormenten los muchos males inevitables y comunes a todos ni los bienes inalcanzables, sino solo el insignificante más o menos de lo que es evitable y alcanzable para el hombre“.

Me pongo a pensar otra vez la pesadilla que tuve sobre el virus. ¿Acaso la muerte es un continuo renacer que se ha concebido desde antes del comienzo del universo, en la nada, esperando que se reconozca en la conciencia de un ser vivo? ¿Qué esconde aquella imaginación de la mortalidad humana? ¿Será que soy como el profeta de las tinieblas, esperando con una sonrisa el fin del mundo?

De tal forma paradigmática en que esperamos tantear la relación entre lo desconocido y lo posible se ha cambiado por completo la idea de la muerte. Esto no quiere decir que sepamos más o menos sobre la muerte, dado que siempre van a ver nuevos patógenos que ataquen al ser humano y acontecimientos desconocidos que serán la causan de muertes innecesarias.

Todos nosotros estaremos libres de la tiranía de nuestra propia mortalidad algún día. Sin lugar a dudas, entendemos que no hay ser humano que no desee una muerte digna, que llegue a su tiempo dulcemente. La sombra de la muerte nos agobia sin desahuciarnos. En este sentido la muerte no está siempre a la espera, como una parca con su hoz recogiendo almas. El morir es un hecho en proceso de ser consciente, un vivir-ahí, que no se encuentra en el mismo fenómeno biológico que contrapone la vida a la muerte, y el espíritu a la ignorancia de su propia vitalidad originaria.

Es claro lo que nos quiere decir esto, la voluntad es en sí misma una razón por la cual vivir tranquilamente, sin miedo, y sublimando la compasión por sí mismo en un modo de ser novedoso, volviéndose hacia una visión del mundo que corresponde a la razón natural y la voluntad humana. Aunque parezca contradictorio saber morir es saber vivir, inteligentemente, ante la voluntad del mundo y sus representaciones.

*

La última noche de la cuarentena estaba escuchando la Misa de Réquiem de Mozart. Las armonías y el contrapunteo de la pieza lograron decirme algo que no había contemplado claramente en todos mis años de vida. Jamás había pensado que al enfrentar la posibilidad de mi muerte no estuviera enfrentándola con la rectitud que exige naturalmente de los seres humanos.

Cuando llegó la plaga una mañana no estaba preparado para confrontar la posibilidad de una muerte accidental. Siempre había supuesto que era posible que me pegara un rayo, o que el carro en que estuviera viajando se quedara sin frenos en una curva montañosa, pero nunca me había conmocionado lo suficiente para impactar mi forma de ser.

El profeta que encontré ese día pregonando sobre la avenida nunca pensó que el código ARN de un microbio desconocido para la ciencia haría que su profecía pareciera más verosímil y real que cualquier cuento de ciencia-ficción que había leído en mi vida. En la cuarentena de las verdades eternas este profeta desquiciado había tocado lo impensable de una forma ambigua, pero naturalizado en un contexto filosófico, científico, e histórico.

Pero no solamente fue él, sino también mi hermana, y Schopenhauer, que me ayudaron a hacer sentido de este momento liminal en la historia de la humanidad, cuando por un periodo de tiempo la sociedad se volvió una plaga ante sí misma. Pensando en ello espero reposar hasta el fin de mis días y buscar el espíritu de la naturaleza en la eternidad del mundo físico.

*

El profeta callejero de Wuhan que inició la reflexión de este relato no pudo expresar cómo y porqué el mundo que se nos ha dado por vivir en este momento es el único posible que se nos ha dado por pensar e iluminar en todo caso. Cualquiera que lea este relato tendrá que contrastar las ilusiones del pensamiento humano con la filosofía verdadera.

El pesimismo filosófico no es una falta de ánimo, ni tampoco refleja un desdén por el placer, ni por la razón o el mundo que habitamos forzosamente. Con la misma moneda con que te paga la buena fortuna, también puedes tener una deuda con la mala suerte que te vaya a cobrar agriamente un valor que no quisiste pagar. Esto parece ser lo que se llama karma, popularmente, no es, en un sentido comprensible, aquello lo que Schopenhauer investigaba mediante el uso del principio de la razón suficiente.

La esperanza de Schopenhauer en enseñarnos sobre el principio de la razón suficiente era demostrar qué era la buena filosofía, para ayudarnos a volvernos más humanos a partir del pensamiento correcto. Las vivencias del ser humano no surgen de las necesidades mismas, peculiarmente, sino de aquello que rodea y engloba las necesidades de las cuales estamos conscientes entre tantas falsedades y juicios sesgados.

Las pandemias son irracionales, en un sentido confuso, porque llegamos a la muerte de una manera indigna, un objeto de contagio que puede causar muertes innecesarias, una conciencia que muere sin concebir su propio ser y hacer en todas las dimensiones de la racionalidad ilimitada de la naturaleza humana. En mis sueños y en mis pensamientos he puesto a prueba tanto mi razón tanto como la voluntad del mundo y todos los objetos que lo componen como una representación que existe por dentro y por fuera de la conciencia humana.

Antes creía que la ciencia nos daba poder sobre la naturaleza. Pero ahora puedo ver muy claramente que la ciencia solo puede mitigar lo que es el mundo natural y sus representaciones. La causa de una muerte futura, sea cual sea sus circunstancias, siempre estará perdida en un mundo de efectos cuyas causas jamás darán la posibilidad de satisfacer los deseos desordenados del ego humano. La pandemia se acabará, la vacuna llegará en otro momento, pero el recuerdo y la conciencia de esta época en nuestras vidas dejará unas lecciones para comprender cómo y porqué sentirse orgulloso de ser humano en tales circunstancias que exigen un pensamiento superior, racional, pero contradictorio al sentido común de la masa de los humanos que viven a merced de su desconocimiento de la voluntad del mundo y las cosas eternas que se desprenden del pensamiento filosófico, el saber, y el conocimiento de la verdad.

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