El problema no es (no fue) Trump. El partido Demócrata, varios miembros del partido Republicano, los gobiernos y la prensa europea, y la gran prensa estadounidense, quieren reducir la narrativa de la crisis en ese país al “fenómeno” disruptivo del señor Trump. Grave error. Pretenden una fuga hacia adelante: “Fue un vergüenza”, una mancha en la gran “democracia americana” que ya pasó: ese es el discurso sanatorio. Pero es un engaño.
La realidad es que 74 millones de estadounidenses apoyaron a Trump y seguirán siendo el hecho político fundamental en la sociedad, con implicaciones sobre la marcha de la humanidad, dado el papel céntrico que sigue jugando EEUU.
El reto de Biden es lidiar con el fenómeno político que encarnó Trump pero que tiene orígenes profundos y estructurales. No se trata de judicializar a Trump, quitarle acceso a las redes sociales y ¡listo! El tema es mucho más complejo. Veamos unas pocas aristas.
Ya está claro que el mundo “unipolar”, bajo la hegemonía (económica, financiera, militar, cultural) estadounidense, enfrenta el reto contundente de China, de India, y la resistencia de la Unión Europea -ahora sin el Reino Unido-, más el espacio militar y energético de Rusia. Ese orden internacional está en construcción indefinida. El unitaleralismo, que hasta el momento intentó Estados Unidos desde el gobierno Clinton, tímidamente, y Trump de forma explícita, no reconoce a los poderes emergentes y no tiene el camino allanado.
La globalización, liderada por el modelo neoliberal, no solo ha tenido grandes costos sociales para las sociedades periféricas, sino también en amplios sectores sociales de los países centrales que no lograron insertarse de forma competitiva. Fue mejor aprovechada por los países asiáticos. Ahí está otra fuente de la cauda política de la extrema derecha europea y estadounidense: los perdedores domésticos de la globalización.
Las migraciones internacionales, en especial de África, Asia y de América Latina, hacia Europa y Estados Unidos, aunque aportan mano de obra barata a los países receptores, en épocas de estancamiento o de crisis son vistas por los sectores de menores ingresos y menor calificación como amenazas a su calidad de vida, y la derecha las estigmatiza como amenaza cultural, racial, religiosa o ideológica. Ahí está otra fuente del trumpismo que no desaparecerá con la salida de Trump.
Más importante, tal vez, es el hecho contundente de que en la sociedad y en las instituciones políticas estadounidenses (como también en buena parte del mundo occidental), en los últimos 30 años han crecido los espacios ganados por “minorías” que ya no son tan minorías. Las mujeres ya no son solo “primeras damas” (Hilary Clinton y Kamala Harris); los negros pueden ser presidentes (Obama y a futuro Harris); los gay son gobernadores y ministros (McGreevey o Buttigieg o Polis); los hispanos, senadores y ministros (Xavier Becerra o Alejandro Mayorkas). Así pues, una sociedad construida bajo el paraguas puritano, blanco, eurocéntrico, etnocéntrico, patriarcal… se siente “amenazada” por la llegada de advenedizos que antes solo estaban para servir y no para ejercer poder.
Los 74 millones de votos de Trump, por lo menos, son la reacción política compleja de los que se sienten afectados, en sus privilegios instituidos, por los fenómenos enunciados brevemente. El racismo y el nacionalismo fanático, acogidos por el partido Republicano como estrategia para mantenerse en el poder, implicaron comprar el populismo ramplón de Trump, pero fueron un riesgo no calculado. Biden tiene que capotear hordas en movilización permanente que son una amenaza global. Estas no desaparece el 20 de enero del 2021.