El insulto pesa muy poco ante las críticas fundadas. José Manuel Acevedo olvida que para defender a Iván Duque debe presentar argumentos y no irse por las ramas con ultrajes contra los contradictores leales. Los apólogos del gobierno de Duque tienen ese defecto: no defienden bien ni sus propias creencias. No es la primera vez que, ante la falta de explicaciones, hacen la comedia del indignado iracundo que replica: aquí todo va bien, ustedes son malas personas.
En su texto de la semana pasada, en El Tiempo, José Manuel Acevedo afirma que los críticos del gobierno —no creo que él se refiere a los adversarios de este, las sectas lunáticas tipo Farc, ecologistas de salón, petristas, etc.— tienen “pretensiones burocráticas”, que detestan a Duque pues no los ha llamado a la Casa de Nariño “para pedir sus luces y clarividencias”. Otros, concluye Acevedo, obran así “porque los dejaron sin contratos en su doble papel de asesores y opinadores dizque independientes”. Conclusión: los críticos de Duque son mercenarios, ávidos de dinero, resentidos, corruptibles y hasta corrompidos.
Tonterías. Ni uno solo de los críticos de Iván Duque se comporta por razones viles. Veo, por el contrario, personas ilustres, experimentadas y de gran abnegación y valor civil —uno de ellos sufrió en 2012 un terrible atentado de las Farc por defender exactamente las mismas ideas que defiende hoy—. Veo periodistas, juristas, abogados, historiadores, economistas, religiosos, educadores, parlamentarios —todos patriotas, todos responsables—. Ellos no necesitan ni buscan cargos ni favores del gobierno. Lo que quieren es no validar con su silencio, o con sus elogios, lo que está pasando. Ellos ven con angustia la evolución del gobierno y lo dicen. José Manuel Acevedo debería escuchar y respetar a esos héroes de la lucha democrática, si no quiere terminar ayudando, por su sectarismo, a los anticapitalistas.
Es obvio que el gobierno va mal y este es el momento de decirlo, pues se acerca la fecha del primer año de esa presidencia. Duque no ve que el problema de Colombia es político, que ese problema básico es la guerra subversiva que unas potencias le decretaron al país hace décadas. Esa agresión no ha terminado y hoy, por el contrario, la intensifican. Duque no quiere saber de eso. El no conoció los años en que el uribismo se formó en un crisol, en un combate terrible que salvó al país de la violenta ofensiva internacional narcocastrista. Duque no estuvo en esa lucha. Entre 2001 y 2013 él fue asesor de un banco en el extranjero. Su talante sigue siendo el de un brillante tecnócrata ambiguo: ahora mitad uribista, mitad centrista. De un centrismo que, además, no existe, que fue propuesto por él mismo para crear un limbo político que lo aleje del uribismo real. Duque afirma que la prioridad es la economía.
Él está haciendo mal las cosas no porque sea un “debilucho” como dice José Manuel Acevedo (esa palabra lleva el debate a niveles infantiles), sino porque no tiene, en mi opinión, un sentido acertado de las dificultades del país. Duque considera que el acuerdo Santos/Farc es algo que ya fue pactado y que debe ser aplicado. Esa es su línea: “implementar el acuerdo” —como lo ha hecho saber a Theresa May y a los directivos del New York Times—, y proclamar lo contrario: que sería un error implementarlo. Duque es eso: una combinación de actos y declaraciones no coincidentes. En cambio, las fuerzas que aceptan esa estrategia de doble lenguaje colaboran con él. Y él con ellas. Discretamente. Ello explica el fracaso y la gran desmoralización actual del campo democrático colombiano: la JEP sigue en pie como guardiana de Santrich y de las ambiciones de las Farc, y las otras jurisdicciones siguen produciendo decisiones cada vez más escabrosas y abyectas, como la legalización del consumo de drogas y el abandono de la juventud a manos del microtráfico. El presidente hace observaciones y tolera que esos organismos manden.
Acevedo pinta la aprobación del Plan de Desarrollo y de la Ley TIC, como logros personales de Duque, tras duras batallas, contra sus adversarios. Falso. Le aprobaron eso para que los millones de pesos que exige la tal “implementación” no queden en suspenso.
Si Duque hubiera visto que el problema es político (su primer discurso como jefe de Estado propuso una utopía: “No más divisiones de izquierda y derecha”), y si hubiera visto que el pacto de La Habana fue construido para destruir la democracia, no para rivalizar ni cohabitar con ella, como algunos creen, habría comenzado por el principio: por hacer el balance del pacto entreguista y por ponerle límites severos a su “implementación” garantizando, a la vez, a los verdaderos desmovilizados de las Farc, una salida política, y garantizando que no habrá impunidad para los autores de crímenes atroces.
Esa no ha sido su política. Su orientación es una forma de continuidad del santismo. Duque está perdiendo el país pues decidió que, ante la ausencia de una mayoría parlamentaria, podría gobernar aplicando un sistema de comunicación errática: hacer declaraciones que lo muestren como un opositor al pacto de La Habana y a la “justicia transicional” pero tomando acciones o inacciones que favorecen la estabilización de los compromisos de Santos en Cuba. Su conformismo ante el fracaso de la reforma política es otro detalle de su errado enfoque.
Esa visión antipolítica se hizo visible sobre todo en dos momentos: en su liso discurso del 7 de agosto de 2018, y en su incapacidad actual para reconocer que el país vive una crisis moral e institucional enorme que desembocó en un periodo de descontento y conmoción interior.
Para el vocero José Manuel Acevedo, que repite sin duda las frases de la Casa de Nariño, la declaratoria de la conmoción interior es una idea “exótica”, desechable, pues la situación política sería normal, con ligeros sobresaltos. ¿Tal mediocridad analítica no agrava los riesgos del país?
Duque no es culpable de todo. Él comete errores que vienen de una matriz: la debilidad e incoherencia del partido Centro Democrático se hizo muy visible cuando esa formación no supo cómo sacar las lecciones del triunfo de no en el referéndum del 2 de octubre de 2016. En lugar de exigir la renuncia de Santos y de movilizar al país contra de los acuerdos de La Habana, el expresidente Uribe participó en un intento de negociar con Santos, en pequeño comité, algunos cambios al acuerdo que el electorado había rechazado. Santos, ante la desmovilización de la gente, se burló de Uribe y de los líderes de la campaña del no y reimpuso un texto idéntico al anterior, con algunas adiciones que confirmaron su naturaleza nefasta. El CD hizo frases contra eso pero no actuó, no organizó la resistencia ni las protestas masivas que se imponían en ese momento. Y el "acuerdo final de paz" —no consultado ni negociado con nadie de la sociedad civil— fue impuesto y es visto por algunos como una Constitución bis, o como la verdadera Constitución de Colombia.
José Manuel Acevedo evade esos temas y pinta a Duque como un árbitro que tiene que “enfrentarse con cortesía a Álvaro Uribe” y al CD. Eso debe ser un chiste. Acevedo también dice que Duque se enfrenta a Uribe “con determinación”. ¿Hay entonces dos líneas diferentes?
No veo que haya eso, ni divergencias entre Uribe y Duque. Un ejemplo: sobre un tema crucial como la JEP ninguno de ellos pide hacer trizas el engendro diabólico. Los dos hablan de “enmendar” la JEP. El resultado de esa actitud es lamentable: la JEP no fue siquiera enmendada. Las seis objeciones de Duque fueron rechazadas por una Corte, sin que ni el gobierno ni el uribismo protestaran realmente. Uribe no batalló por un enfoque alternativo a las tesis de Duque (las cuales fueron, en realidad, un trabajo del fiscal general).
Ellos dos acatan plácidamente lo que deciden las Cortes dementes de la Colombia actual. José Manuel Acevedo aplaude eso. Él estima que Duque fue muy hábil al plantear “solo algunas observaciones puntuales” a la JEP. ¿Desgarrarse ahora las vestiduras ante el triunfo de la JEP sobre la no extradición de Santrich y llorar tras la atornillada de ese mafioso en el Congreso, sin criticar la pasividad del gobierno ante esas desgracias, no es hacer un gesto de una gran hipocresía?
Un sentimiento de orfandad recorre a Colombia. ¿No es escandaloso que los uribistas de base que batallaron y ganaron el referendo de 2016 y que vencieron al santismo en la elección presidencial de 2018, y que obtuvieron, además, una buena representación parlamentaria (aunque no dominante) estén ahora abocados a acudir a pedir firmas en la calle, como si fueran una minoría insignificante, para intentar derribar un tumor institucional que el gobierno ha debido erradicar desde hace casi un año?
El llamado del periodista Herbin Hoyos, a recoger, en seis meses, once millones de firmas, para pedir un referendo aprobatorio que decida la creación de una sala penal que sustituya a la JEP, es heroico y merece todo nuestro apoyo pues viene del sector que más sufre con la soberbia e injusticia de esa oficina ideada para absolver a los criminales de lesa humanidad de las Farc. Tal iniciativa viene de los comités de víctimas de las Farc. Ello muestra hasta qué punto la teoría de las “manos atadas” que esgrimen los amigos del gobierno obliga a la sociedad civil desamparada a emprender acciones defensivas nobles aunque inciertas, contra la destrucción institucional actual. El problema es que al final de ese proceso, la Corte Constitucional dirá la última palabra. Nadie olvida que esa Corte, entre otras fechorías, llevó al fracaso la popular reforma política y administrativa que buscaba el referendo de Uribe de 2003. ¿En la eventualidad de un saboteo del referendo aprobatorio de 2019 cuál será la actitud de Iván Duque? ¿Lo acatará como viene acatando todo lo que dicen esas jurisdicciones? Colombia habrá perdido, en todo caso, seis meses de esfuerzos legales para salir de la camisa de fuerza que tejieron Juan Manuel Santos y los verdugos totalitarios de La Habana. Y la consolidación de la JEP habrá avanzado.