La sentencia contra el procés en España ocurrió. El Tribunal Supremo, TS, falló. Ni justa ni injusta, vista desde lo político, dolorosa para todas las partes, para la justicia, para el Estado, para Cataluña, para los condenados, para toda la nación porque en ninguna circunstancia se debió haber permitido llegar hasta este punto. Establecer el origen y las causas del independentismo es arduo porque confluyen muchos hechos históricos, políticos y sociales de diferentes magnitudes. Lo más fácil es buscar culpables. Nada más sencillo que victimizar. Caer en el trillado camino de escarnecer no es recomendable. Los ganadores han perdido, los perdedores han ganado. La sinrazón ha prevalecido entre la maraña de insensateces. La razón ha sido menoscabada por la espesura de los desenfrenos. Lo que más duele saber o presentir es que esto podría ser el comienzo de una serie de acontecimientos en que a medida que se va escalando/descendiendo —como se prefiera— en el conflicto, se puede ir a peor y a radicalizar las posiciones de los diversos contendientes. Porque esto se ha planteado en términos de pugna, de calibrar quién puede más y que al final flote en el ambiente un "me salí con la mía, ja, ja, ja".
El riesgo de cronificación del conflicto catalán no es una realidad virtual, es un software que ya está programado. Nadie está dispuesto a llegar hasta aquí y punto, es decir, hasta la sentencia, y recomenzar una nueva etapa. Si a partir ahora el espíritu de revancha se instala en todas las instituciones nacionales, autonómicas, municipales, lo que viene es el diluvio. Hay una línea roja que nadie debería intentar cruzar: la secesión. Pero dicho esto sin tono de amenaza, ni con el propósito de instalar el miedo tanto en los estamentos respectivos, como en los corazones de los que piensan que tienen la razón, sino porque la secesión es caer en un pozo hervoroso de productos químicos descompuestos. ¿Se podría afirmar que se salvó el Estado de derecho, en lo cual seguramente todos los analistas van a ahondar y puntualizar con sagaces argumentos a partir de ahora y que, por tanto, la sentencia debe acatarse y no ser objeto de rechazo y violencia? El punto es que cualquier Estado debe poner entre sus prioridades de gobierno la convivencia de sus gobernados. Es la esencia de la democracia, garantizar en todos los órdenes de la vida la mayor armonía posible, que debe conducir a imponer el respeto, el derecho a la intimidad y que los sentimientos, dentro de su multiplicidad, no lleguen a la confrontación. Cuando esto no se da, la única opción que queda es repetir el 18 de julio de 1936. O sea, la vía de la animalidad, a la que se llega por el empecinamiento en defender lo imposible, por obstinarse en la defensa numantina de lo que, a juicio de un cincuenta por ciento de la población de catalana, es un hipotético derecho a decidir por sí mismos su futuro, sin tener en cuenta otras consideraciones y simplemente sustentarse en la arbitrariedad.
Decidir el futuro individual es la tarea más complicada que existe para cualquier ser humano. Nací con mi destino marcado en la frente, es algo completamente falso. Conquistarlo cada día, a lo mejor es más probable. El futuro se gana hoy y es un mecanismo que exige planificación, con unas metas probables, unos objetivos claros precisos y alcanzables, donde se debe combinar lo imposible con lo posible y la exigencia debe de ser una premisa sine qua non para llegar a donde se quiere. Bienaventurados los que deben empujar con todas sus fuerzas para abrirse un espacio en ese futuro que no es de nadie, salvo de los que se atreven a desafiar su adversidad, sus límites, sus debilidades y cobardías. El futuro se conquista de manera individual, no es el resultado de una entidad o una ONG o una fundación que decretan lo que se debe hacer, como deben actuar y cual la forma de pensar de los individuos. Si hay algo propiamente humano, es la lucha por el futuro.
Pero el futuro de un país es otra cosa. No es preparar una lasagna con pepperoni. Cataluña no es un protectorado francés, hace parte del Estado autonómico español, su asamblea regional no puede tomarse la atribución de abolir la monarquía y constituirse en República de derecho, donde la soberanía reside en el pueblo de Cataluña. Que fue lo que aprobó una parte del parlamento catalán, fundamentalmente los separatistas, porque la oposición abandonó el hemiciclo, en 6 y 7 sept 2017, las llamadas “leyes de desconexión”: la de referéndum y la de transitoriedad jurídica (que prefiguraba la futura Constitución catalana y sus órganos de control); de esta manera se desconocía y desmontaba el entramado jurídico que hace posible la convivencia de los españoles. El independentismo tomó la decisión de apostar por la vía unilateral al margen del marco constitucional y estatutario, obnubilado por conseguir “una república catalana”. Optó por situarse fuera de la ley, sus actuaciones eran estricta e intrínsecamente ilegales y todo lo que emanara de ellas tenían la misma naturaleza. Esa marea viscosa de ilegalidad cobró vuelo, se expandió aceleradamente, hasta llegar al referéndum del 1 oct 2017, 1-0, convertido en frontera de lo que nunca debió de haber ocurrido, porque llevó a la ruptura y abrir una crisis constitucional cuyas consecuencias, dos años después, están lejos de acabar.
“La sentencia del TS es una pieza jurídica sin fisuras. Tajante y clara. Sin expresiones crípticas”, dice el abogado penalista Emilio J. Zegrí, el 16 oct en La Vanguardia. No es una sentencia política, como afirman los independentistas, sino una sentencia jurídica con arreglo a derecho, donde se definen los límites del juego político en España, dejando claro hasta dónde se puede llegar. Delimita el ámbito político y el ámbito jurídico, dos aspectos que el gobierno separatista de 2017 quiso mezclar para diluir la responsabilidad y que todo pareciera legal, patriótico y ajustado a unos fines democráticos y de justicia. Los acusados, según la ponencia del juez Manuel Marchena, sabían que sus enunciados jurídicos iban en contradicción de las reglas previstas para reformar el texto constitucional, así era imposible llegar a un nuevo Estado soberano. Fue “un señuelo”, dice Marchena, lo que ofrecieron a los ciudadanos que, llevados de su “ingenuidad”, no se dieron cuenta que lo ofrecido, “solo existía en el imaginario de sus promotores”. Era inviable porque el Estado es el único depositario de la legitimidad democrática que garantiza la unidad soberana. Lo político para que sea legal debe ajustarse a la jurisprudencia, y esta contribuye para que el político pueda hace brillar la razón.
Lo escenificado el 1-0, dolorosamente, fue el juego de los trileros que nunca dejan ver la bolita. Aquí brilla el oculto arte de engañar, el éxito está en el disimulo. Esto lo subsanó la sentencia de la Sala Segunda del máximo órgano de justicia española. En España las decisiones de su rama judicial se están pareciendo a la justicia y hay muchos trileros en la cárcel. Pero trileros de cartel. A los independentistas les quedó claro que hay independencia entre los distintos órdenes constitucionales de Estado, así estén incendiando las calles de Barcelona. El fallo produjo unas penas. Altas o bajas, esto seguramente puede ser discutible y depende desde la óptica que se miren. Inocencio Arias, diplomático de carrera y a quien llaman, "historia viva de España", entrevistado en El Español, 17 oct, opina que “estos señores intentaron dar un golpe de Estado y la justicia les ha aplicado unas penas. Para los independentistas la sentencia ha sido una infamia, por lo visto. Además, cuando la marea baja se sabe quién está desnudo, han puesto de manifiesto que su pacifismo es de pacotilla.
Para no perdernos por caminos cenagosos y llenos de bichos raros, lo adecuado sería no convertir el problema de Cataluña en campo de vencidos y victoriosos. La historia no, son los historiadores con su afán mítico los que pintan de vivos colores los hechos históricos. Hernán Cortés y la ballesta hacían estragos entre Moctezuma y sus hombres. Enseguida nos describen a la bella Malinche, llevando y trayendo intrigas y secretos, moviéndose por Tenochtitlán como las nereidas, gráciles, indómitas que solo ha visto un ser humano: Simónides de Ceos en el 536 a.C. Parece que estuviéramos leyendo un tebeo que busca despertar emociones. Cataluña no es un tebeo ni debe cobrar ganadores, y las emociones son legítimas, aunque deberían permanecer alejadas de la improductiva pendencia. ¿Cómo debe ser la mirada para observar a Cataluña, no con objetividad que es complicadísimo, con realismo tampoco creo que sea posible, descarnada hasta donde lo permita la soberbia, la estupidez humana? Hay una evidencia geográfica palpable y mensurable, es un trozo cinco veces centenario de España, como lo son Asturias, Navarra, Zamora, Extremadura, y las demás provincias españolas, al final todas vienen de los sarracenos, visigodos y emparentados con la sangre del emperador Adriano, nacido en Itálica, hoy Sevilla. Hay algo misterioso y arcano en el sentimiento de pertenencia catalán. En 1992 hubo dos acontecimientos en España, la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, llenaron de colorido, alegría y grandeza a las dos ciudades. Aunque durante el día de inauguración de los Olímpicos, transmitida a millones de personas en todo el mundo, la cámara de televisión de repente enfocó una enorme pancarta donde se leía: Estos Juegos los organiza Cataluña, no España. En Sevilla, donde también hay un nacionalismo, pero sereno, no pasó por la mente de nadie algo parecido; era una boutade innecesaria. Rara dicotomía existencial, tan difícil de nombrar, algo así como una dislexia histórica, o un orgullo ancestral, o una disgregación lingüística, o una filogenética aún desconocida, que lleva a los catalanes a sentir que responden a otros patrones diferentes al resto de los españoles, transmitiéndoles una mega autoestima que les da una idiosincrasia diferente. Observando el fenotipo de un catalán con un aragonés un castellano un murciano un canario, no presenta líneas distintas, son idénticos. La sorpresa surge al ver que hay un buen puñado de catalanes —¿60, 70% de la sociedad?— que aceptan el adjetivo español, sin entrar en conflicto; de ninguna manera se sienten privilegiados.
Lo que vive Cataluña hoy no es nuevo, ha estado gravitando en la órbita política, hace poco más de una centuria. Gaziel, seudónimo de uno de los más brillantes intelectuales y periodistas de la derecha catalana de la primera mitad del siglo XX, figura resonante, publicó más de un centenar de artículos, entre 1925 y 1930, en el diario El Sol, sobre cuestiones de actualidad, la política europea de entreguerras y, particularmente, lo complicado que resultaba el encaje catalán en la vida política española. Editorial Península, recopiló esos artículos, en enero de 2018, y les dio forma de libro, que tituló con una frase muy de Gaziel, ¿Seré yo español? En uno de esos artículos para El Sol, escribía: “Cada vez que en Castilla se ha planteado el problema de las diversidades peninsulares, la tendencia predominante ha sido la de tratarlas por un método completamente anacrónico: el de la uniformidad imperialista […]”. Gaziel en 1927 —entonces vivía en Madrid y escribía en castellano— decía con sinceridad heroica que España no tomaba cartas en el asunto para solventar “las diversidades peninsulares”. España antes de ser tal, era una colección de reinos. Con la unificación de Isabel la Católica esas “diversidades” permanecieron, y siguen vigentes en este otoño de 2021. Gaziel no pedía para Cataluña la independencia, ni era secesionista. Era un hombre honesto que sentía muy profundo aquello de, “me duele España”, la frase noventayochista de Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Azorín.
El, ¿seré yo español?, cien años después, no ha cambiado. Existe un matiz importante, en Gaziel había una convicción profunda y su honestidad olía a azahar, inexistentes las dos en los líderes de hoy, que han conducido a Cataluña al caos, al desastre. Jordi Pujol y Artur Mas fueron sembrando cizaña con una supuesta superioridad moral, esa patraña de, “somos mejores que el resto de los españoles”, ha sido funesta. Pujol es el artífice de todo. Josep Antoni Duran i Lleida, destacado político catalán, acusa a Jordi Pujol en sus memorias, El riesgo de la verdad, 2019, de aprovechar su largo período de gobierno, para preparar a los catalanes a “ir asumiendo el credo soberanista”, asegura que, “en el fondo”, Pujol siempre ha sido independentista. La obra de Pujol es lanzar a Cataluña por el acantilado. El desplome de la industria catalana desde el 2014 resulta como la copa de un pino, es cuando Mas —delfín de Pujol— se volvió independentista. Desde el 1-0 se han marchado de Cataluña 5.600 empresas, la inversión extranjera ha caído un 17%, el sector turístico acumula pérdidas estimadas en 319 millones de euros. Y algo que escuece más, Cataluña se queda atrás en la carrera con Madrid por liderar la economía española, en 2019 se espera que Madrid supere a Cataluña en términos de riqueza, prevalece una economía basada en servicios, a la industria forjada por la burguesía catalana.
Después de ver la engañifa independentista, la pregunta obligada es ¿ahora qué viene? ¿adónde se va por este desaconsejable camino de rompimiento total? La sentencia tenía que llegar, porque lo del 1-0 no fue un hecho político aislado, sí un quebrantamiento del ordenamiento jurídico y como tal fue tratado. En los medios y redes sociales la gente no se cansa de pedir diálogo. Pero la reacción a la sentencia muestra que precisamente no quieren diálogo. Quim Torra, presidente catalán, en TV3 declaró el jueves 17 oct, que él estaba en el Gobierno para “implantar la república”, es imposible decir un despropósito mayor. El realismo está ausente de su discurso, está en la luna de Valencia, desconoce la sentencia que habló del olvido grave de la legitimidad democrática, sus líderes, bien empecinados, han creado un marco mental que desarticula los conceptos de la democracia española. Esto responde a una vieja tradición española que ya expresara por allá en 1874, don Emilio Castelar, republicano para más señas, se quejaba del “más incurable de todos nuestros defectos, el menosprecio a las leyes”. Los separatistas se han dedicado a expandir la tesis de que el Estado español es básicamente injusto y lo que proponen es colapsar España y Cataluña. Estos pirómanos radicales solo predican el odio. Toni Comín, huido a Bélgica como Puigdemont, desde allí —cómodo en su poltrona, con su copita de vino en la mano y lanzando tuits incendiarios— califica la brutalidad de las protestas como “una esperanza de lo político” y se regodea diciendo que “España dio un paso más hacia su colapso como Estado de derecho” y a Cataluña la ve “dando un paso hacia su libertad”. Es la torpeza pirómana de los incompetentes que llevan años actuando para extender la discordia, la ira y los peores agravios territoriales. El estribillo machacador de la CUP no cesa de repetir: hay que reventar el sistema franquista si queremos la república.
El conflicto catalán, en su versión siglo XXI, se convirtió en el mal de ojo de la política española desde hace 10 años. Hay que juzgar bien para actuar bien, repite Michael Sander en sus conferencias, esto presupone la honradez intelectual, que en política es casi imposible su realización por los intereses mezquinos que manejan sus representantes. Si no se juzga bien, o se tuercen los hechos, forzosamente se llega al lugar equivocado. Hace falta aproximar posturas para "desfacer entuertos", la razón de ser de Alonso Quijano. No se actúa bien cuando se manipulan los hechos. Joan Tardà, 66 años, ficha relevante de ERC y del movimiento independentista, el partido de Oriol Junqueras, condenado a 13 años por el TS, en un artículo de 17 oct en El Periódico, sitúa el origen del conflicto en el hecho de que “Cataluña no se rige por el Estatut” aprobado en 2006 y del cual el Tribunal Constitucional, en 2010, recortó 14 artículos. Tardà opina que el TC “no respetó la voluntad de los catalanes expresada en el referéndum de 2006”, luego lo que hay es “una situación antidemocrática”. Señor Tardà usted expresa una media verdad que como sabemos con el tiempo se convierte en una mentira completa, como creía Antonio Machado, el inmortal poeta sevillano. Porque el día de la votación, 18 jun 2006, apenas un 36% de los catalanes con derecho a voto dijeron sí al nuevo estatuto, a otro 20% no les pareció bien, la abstención pasó del 50% y la sociedad de Cataluña lo único que mostró fue indiferencia absoluta ante la convocatoria de sus líderes políticos. Aún más grave señor Tardà, usted y su partido ERC —al igual que el PP— votaron en contra del estatuto, ustedes lo quisieron así y eso es válido y respetable en democracia. Rasgarse las vestiduras diciendo que “no se respetó la voluntad de los catalanes” es una hipocresía y, sobre todo, caer en la narrativa de la patraña que es un recurso amado por los independentistas, que a última hora se convirtieron en los adalides de la libertad y la justicia de Cataluña. Ustedes sí tienen la verdad, los órganos judiciales españoles mienten y constriñen los derechos civiles catalanes, según la narrativa perversa que les gusta ventilar a los cuatro vientos.
Señor Tardà, honrando la verdad, no digo ustedes son los únicos culpables del "chapapote" que hoy vive Cataluña. El pueblo solo sabe de vilipendios y de camelos. España no se puede lavar las manos y decir como Pilatos, “hagan ustedes lo que quieran con este justo”. Hace cien años la cultura española legó al mundo una obra titulada "España invertebrada", de Ortega Gasset. Era 1921, en aquellos días sí que sonaba desgarrador el, “me duele España”. Una España pobre, dividida, medio analfabeta, hundida en el fango de la miseria, peor que la de Felipe IV. Claro que los chanchullos de Alfonso XIII sembraron la semilla del republicanismo, de ahí que el 14 de abril de 1931, los españoles le dijeron: Basta ya, Majestad. Ortega miraba a su España y no la veía vertebrada, sin lazos políticos resistentes, falta de esa fibra que nutre y produce salud. Vio que los separatismos étnicos y territoriales aparecidos a finales del siglo XIX, después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, nacieron por la exacerbación de los “particularismos” de las regiones de España. El filósofo madrileño intuyó con su agudeza los dolores que aquejaban a la península, algo así como cuando Fleming observó los efectos de la penicilina, dijo que el particularismo consistía en “que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”. Eureka, ahí están Euskadi y Cataluña. La revuelta catalana de hoy se corresponde con una larga cadena de desaciertos.
Quizás el mejor momento que ha vivido España en su vertebración política ocurrió con la Constitución de 1978, después de la muerte del sanguinario dictador Franco, quien impuso a sangre y fuego el modelo franco-joseantoniano a todo el territorio español, cuando se instituye el “Estado autonómico” —creo que este modelo político es superior a los Länders alemanes— que da forma a las "comunidades autónomas". Este modelo no lo vieron Ortega, Gaziel, y Unamuno hubiera puesto reparos porque su alma vivía en perpetua ebullición como el Vesubio. La Autonomías, dentro de sus miserias, vivían y dejaban vivir, que es un principio fundamental para la convivencia. Su debilidad habría que encontrarla en lo que el jurista Jerónimo Molina llama "modelo disgregador", propicio para el “irredentismo regional y los secesionismos locales”, y en lo que Arturo Pérez-Reverte denomina concesiones peligrosas pues “los sucesivos gobiernos de la democracia han ido dando vitaminas a los canallas y dejando indefensos a los ciudadanos”. Pérez pone el énfasis en el sistema educativo que, desde hace décadas, tiene por objeto “cercenar cualquier vínculo, cualquier memoria, cualquier relación afectiva o cultural con el resto de España”. La educación ha estado en la diana de los independentistas. En las aulas de clase se impuso el catalán. Ello explica que en las familias catalanas el hijo sea independentista, mientras sus padres no lo son. Se han convertido en vehículos de adoctrinamiento donde les inyectan el odio a España y son el semillero del llamado CDR —Comités de Defensa de la República— y del Tsunami Democrático, que actúan como grupos anárquicos, hacen escraches a todo lo que huela a “España”, algunos han llegado a saquear tiendas y atacan a los Mossos con bombas molotov y el lanzamiento de objetos con ácido. El gobierno catalán dice que son infiltrados y provocadores. Pero el presidente Torra los azuza y después de la sentencia ha llamado a la “venganza”. Estos grupos además están adquiriendo prerrogativas especiales: decir quiénes son cobardes o traidores a la causa separatista. Están empezando a recordar a los Comités de Defensa de la Revolución de Cuba que llegaron a convertirse en delatores del vecino que no seguía las consignas políticas.
Dentro de la explosiva caldera del diablo en que se ha convertido Cataluña, llama mucho la atención que la prensa extranjera y algunos políticos europeos estén en contra de España, se detienen a mirar un árbol no el bosque. En septiembre un grupo de diputados franceses, entre ellos el señor Jean-Luc Mélenchon, ilustre francoespañol, se mostraron preocupados por los políticos presos. El 16 oct, John Bercow, presidente Cámara de los Comunes, se declaró favorable a que Carles Puigdemont hable en Westminster, “será sumamente bienvenido”. Bélgica acoge gozosa a Puigdemont y mientras tanto él cumple comedidamente su papel de azuzador: “Es hora de reaccionar como nunca antes. Por el futuro de nuestros hijos y nuestras hijas. Por la democracia. Por Europa. Por Cataluña”, dijo después de la sentencia. No hay nadie tan mendaz como él.
En semejante barahúnda armada por los independentistas ha salido a flote una evidencia: Cataluña está sin gobierno. El presidente Torra apuesta por la confrontación y no por el diálogo, llama a la desobediencia civil. Torra ha demostrado que es un político incompetente, de visión chata y roma, sin dotes de liderazgo. Tan mentecato como el rey de Christian Andersen. Cada día profundiza la sima. El ministro Interior en funciones Fernando Grande-Marlaska le pide aclarar sus funciones: “Torra tiene que decidir si es el presidente de los catalanes o es un activista”. Camina al margen de la legalidad, acentúa la fractura entre España y Cataluña. Puede llevar a los catalanes a la guerra civil. De hecho, ya hay enfrentamientos virulentos entre ultras de derecha y CDR. Las palabras de Torra transmiten inquina provocan cólera, es un incendiario nato. Todo esto es lo menos parecido a una democracia.
Y encima de todo, para opacar el cuadro, vienen las elecciones generales del 10 de noviembre. Hay dos temas que acaparan el debate electoral —así de pobre en ideas está el país de la piel de toro—, activar el 155, arma mortal para sembrar más violencia y caos, y quizás repetir Tiananmén. PP y Vox piden con rotundidad su aplicación inmediata: esto les hace elevar sus expectativas de voto, según los sondeos. C’s también lo hace, pero para evitar su debacle electoral. Y Pedro Sánchez, con sensatez, se niega a aplicarlo, de momento, y, sin embargo, frena o baja en las encuestas. Aplicar el 155 sería entonces una victoria para el inepto de Quim Torra y la santificación de Carles Puigdemont. Y aplicar la amnistía a los condenados del TS, pero la salvaje embestida demuestra que los separatistas no la quieren. ¿Podríamos entonces concluir que el trance por el que atraviesa la España de los desposeídos millennials es la revancha de la historia? ¿No hay quién pueda detectar el problema? ¿Solo hay espacio para el autoritarismo?