El problema de los narcóticos

El problema de los narcóticos

"Al despenalizarlas, las semillas tendrán sello de compañías"

Por: Pablo Andrés Castro Henao
junio 16, 2015
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El problema de los narcóticos

No hace muchos años, en 1973, la American Psiychological Association (APA) admitía que la homosexualidad no podía ser considerada como una enfermedad mental. Muchos siglos antes, las prácticas que “objetivamente” podrían llamarse como “homosexuales” eran completamente cotidianas; incluso, muchas culturas indígenas les atribuían a las personas homosexuales, o a las que hoy en día conforman el amplio espectro de la población “trans” –que aún no han conseguido ser retirados de las listas de enfermedades de la APA y de la OMS–, un carácter sagrado. La tardía y tibia aceptación de la APA sobre esta realidad y de la OMS en 1990, no ha conseguido que muchas personas sigan calificando las relaciones homosexuales o a las personas con sexualidades no normativas como “excrementales”, “insípidas” o “pecadoras”. En la actualidad, los manuales de psiquiatría y los listados de organizaciones de alto nivel siguen ejecutando sus labores de censura y de control de los cuerpos a través de la ciega fidelidad en ciertos tipos de conocimiento. Omitiendo que el conocimiento es una convención sobre la realidad –claro, basada en evidencias reconocidas como objetivas por un grupo de personas–, se establecen debates y categorías en las que se basan los gobiernos y sus legitimadores en el momento de establecer legislaciones.
Estos temas parecerían no tener ningún tipo de relación con el consumo de narcóticos en la actualidad, pero tienen mucho que ver. El debate público sobre el tema, en América Latina, ha estado marcado por la influencia de la “lucha contra las drogas”, adelantada por los Estados Unidos desde el final de la guerra de Vietnam. Escasas voces –como la de Uruguay en los años recientes– han llevado la discusión hacia una comprensión de esta realidad que sobrepase la limitada y amañada campaña estadounidense frente al tema.

Actualmente, en Colombia, se calientan los debates sobre el proyecto de Ley que busca reglamentar su despenalización en materia de usos medicinales. Se dice que el ponente de la Ley arriesgará más y que propondrá que se despenalice en todos sus usos, incluido el recreativo. Los debates se agitan. En el Distrito Capital, el Alcalde Mayor ofrece un programa en el que las personas drogodependientes que consumen bazuco comiencen a consumir marihuana. Se habla de una posibilidad de extender el plan distrital al marco nacional. Los debates se agitan.

Estos hechos se dan al mismo tiempo que el Gobierno Nacional habla de suspender la fumigación de las plantas de coca con glifosato: una marejada de voces se levanta, no solo para reclamar en contra de unas medidas que beneficiarían a los grupos armados al margen del fuero legal, sino que también hablan del “grave problema de la droga” y sus consecuencias sociales. Si bien este espacio resulta limitado para analizar profundamente las posturas y los debates que se han adelantado, me permito señalar que este gran debate se está quedando corto en argumentos.

Tal como la homosexualidad, muchas veces el consumo de narcóticos es visto en la actualidad como algo estrictamente relacionado con una enfermedad que debe ser curada, o como un grave problema moral que se ha tomado al país y cuya solución es la educación y los valores. Considero que esta posición debe ser superada, pues plantea la imposibilidad de ver importantes realidades que se mueven en el fondo. El consumo de narcóticos no puede seguirse viendo desde una esfera moral en la que aquellos que consumen son ciudadanos inmorales, de segundo orden, sobre los cuales los gobiernos deben ejercer el principio de la caridad pública. Pensar que el “problema” de los narcóticos es el malestar en sí y no el síntoma de graves problemas sociales, es una irresponsabilidad. Cabe preguntarse si lo que molesta en verdad son los narcóticos o las actuaciones que algunas personas que los consumen tienen con respecto a su entorno. Si lo que molesta son los delitos asociados al consumo, ¿por qué no molesta la religión o la filiación política de quienes cometen esos mismos delitos en “sano juicio”? Si lo que molesta es el bienestar emocional de las personas “perdidas en el vicio”, ¿qué esperanzas de existir ofrecen nuestras sociedades en un mundo donde la capacidad adquisitiva importa más que cualquier posible manifestación de la dignidad?

Esta posición moralista está en la misma línea de reconocer a los Estados Unidos como un país desinteresadamente preocupado por controlar la producción de narcóticos en el cono sur, omitiendo todas las realidades y aristas que rodean al problema. Las cortinas de humo existen, y no salen de la marihuana. Germán Castro Caicedo ha elaborado uno de los libros más importantes para comprender el trasfondo político y económico del conflicto armado en el país, en su capítulo relacionado con la “lucha antidrogas”. En su libro Nuestra guerra ajena queda patente la necesidad de que la sociedad colombiana se atreva a reconocer las verdades aparentes sobre el tema y, en lo que a mí respecta, considero que es una invitación a dialogar sobre las drogas desde perspectivas propias. Y con perspectivas propias me refiero no solo a las iniciativas de los gobiernos locales, sino que también a saberes ancestrales que se encuentran en diferentes geografías, en diversas culturas y desde variadas épocas.

Existen, en los territorios que conforman al país, múltiples fuentes de narcóticos, de las cuales desconocemos en muchos casos sus poderes medicinales y espirituales. El poco conocimiento que tenemos de algunos de ellos se debe, posiblemente, al tráfico de narcóticos, a las oleadas de jóvenes que buscan escapes a una realidad que amenaza con mascarlos para seguir moviendo sus absurdos engranajes, o a los escasos estudios botánicos y antropológicos adelantados –los más famosos realizados por extranjeros–. Existen realidades sobre los narcóticos que se escapan a las nociones de “dependencia”, que van más allá de las fiestas de los “jóvenes”, que se escapan a la perspectiva de ver su consumo como un pecado, como una tacha moral.

En el momento en que se despenalice su uso medicinal, se verá que las semillas y plantaciones tendrán el sello de compañías transnacionales, como ya se ve en la actualidad que comienza a pasar con muchos de los productos nativos del país, incluida la papa. Hay realidades ancestrales, sociales y espirituales en los narcóticos que aún deben debatirse, que deben explorarse. En el momento en que una persona se encuentra con ciertos narcóticos, encuentra experiencias que las comunidades indígenas –que no pueden ser consideradas como estadios atrasados del desarrollo humano, como lo consolidaron ciertas falacias del saber aún vigentes– han vivido desde épocas inmemoriales. Son realidades a las que debería integrarse la ciudadanía que realmente busca informarse, antes de censurar o dar por sentado lo que es el “problema de la droga”. Son realidades sobre las que no puede imponerse la voz queda de una legislación, incapaz de comprender sus diversas aristas. Son realidades sobre las que vale la pena debatir, pues pueden apuntar a transformar las sociedades en las que extendemos las posibilidades de nuestra existencia presente. Quien tenga dudas, que experimente.

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