Esta nota es una respuesta a En nuestro nombre de la escritora Yolanda Reyes, publicada por eltiempo.com el 6 de noviembre pasado.
¿Ha detenido el género alguna vez a las mujeres que desean escribir? Sin duda alguna, y la situación por desgracia no es exactamente algo del pasado. Algunas incluso han decidido ocultar sus nombres tras unas iniciales o un seudónimo masculino, pues no hay duda de que la mujer ha sido subestimada tanto como narradora como intelectual. Sin embargo, en la obra y su existencia autónoma el género del autor desaparece. La literatura no tendría sentido si esto no ocurriera. La literatura de verdad es un espacio donde el género del autor pasa a ser algo irrelevante, al punto que de percibirse en realidad podría considerarse una flaqueza.
No obstante, hablamos de un país con pocas voces, masculinas o femeninas. Todo parece limitarse a un puñado de autores sagrados que rara vez referencian a los suyos o hablan del trabajo literario por sus connacionales más allá de la evasión incómoda. Existe un consenso macabro donde los escritores con prestigio deciden no empujar a nadie debido a que precisamente llegaron allí con esfuerzo, tras humillaciones y sacrificio, por tanto quienes deseen igualarles deben pasar por lo mismo para ser considerados sus iguales. Por eso para mí el problema de la Bibliothèque de l’Arsenal de París es un problema de rosca, no de género. No hay movimientos nacionales ni mucho menos una conciencia de literatura nacional. Existe la particularidad de un montón de egos que luchan por sobrevivir, egos que juegan bajo la lógica de que auxiliar a otro implicaría ahogarse. En un espacio de recursos tan limitados como nuestro país, creo hasta comprensible que los escritores tengan muy despierto el instinto de depredación y supervivencia. El único caso que conozco de un escritor con cierto prestigio preocupado por impulsar obras nuevas es Héctor Abad Faciolince. En su editorial Angosta a publicado a Juliana Restrepo, a Estefanía Carvajal y a Manuela Espinal, con lo que casi la mitad de su catálogo son mujeres. Abad hizo lo suyo publicándolas. ¿Haremos nuestra parte leyéndolas? ¿O nos limitaremos a exigirle al Estado una visibilidad exterior artificial, sin tomarnos la molestia de darles una visibilidad natural y nacional?
Y al hacerlo, ¿exaltaremos sus trabajos solo por ser escritos por mujeres? ¿Subestimaremos entonces las obras de las mujeres escritoras? Ello sería, en mi opinión, indigno con ellas, e indigno de cualquier criterio de excelencia literaria. En la ley de cuotas que existe para los burócratas es latente una condescendencia que es incompatible con la literatura. En la lista del Ministerio de Cultura existen tres o cuatro nombres que en mi opinión tienen una importancia y trayectoria menor a Piedad Bonnett. Claro que de este modo llegamos a otra forma de discriminación, la poesía es considerada un arte menor. El único poeta en la lista es José Zuleta Ortiz, y también ha escrito cuentos. Dos o tres cuentistas, un poeta y el resto novelistas, lo que también nos lleva a un cliché muy tradicional del orden establecido.
Así que yo veo al respecto dos perspectivas posibles. Por un lado, parte de la responsabilidad de visibilizar estas nuevas voces femeninas está en los lectores más que en el Estado, cuya tendencia cultural siempre será inevitablemente conservadora. El Estado bien puede inventarse políticas incluyentes, pero si la realidad editorial no presenta un consumo de literatura escrita por mujeres sólo estaremos dando un giro absurdo. Los indignados deberían acudir a las librerías a conocer las nuevas narradoras, y a juzgarlas, a leerlas con un ojo imparcial, pues lo último que necesita una autora en formación es un beneplácito ficticio por su género. Segundo, en su papel de árbitro y protector de la cultura el Estado tiene la responsabilidad de visibilizar lo que le mercado se niegue a visibilizar, pero sin caer en la condescendencia, cosa que podría crearnos una literatura femenina oficial pero marchitaría la literatura real y vívida escrita por colombianas.
Subestimo la idea de un país “narrado” por hombres, pero no subestimo la existencia del machismo en la literatura, y sobre todo en las políticas estatales. Sin embargo creo que solo los lectores, los consumidores de literatura pueden darle un remedio real a este problema.