A las 5 AM, el intenso frío paulatinamente me despierta, para divisar entre sombras las manecillas de mi viejo pero fiel reloj de pared Quartz -nunca me ha fallado en (25) años- prender el antiguo radio Sanyo y sumergirme en ese gigante y apasionante devenir nacional, escuchando cadenas radiales noticiosas tan posicionadas como Caracol y RCN –ahora La FM- pero que hace diez años enfrentan la competencia de una creciente y sustanciosa “Blu Radio”.
Ese maravilloso despertar diario en la capital del país -nunca lo he sentido como una rutina- está desde aquel 17 de julio de 1990, cuando temeroso desperté en el pequeño apartamento 804 del Edificio Xue -en el centro, donde la tía Lucy- cuando con premura me alisté para mi primer día de clase de Comunicación Social en la Universidad de la Sabana (Campus universitario en Chía).
Fue un cambio dramático y radical en mi vida -era casi un adolescente del caluroso aire y las calles destapadas de mi amado Yopal- en donde sentía un profundo miedo no solo por afrontar tan imponente y prestigiosa universidad, sino por las miles de implicaciones de vivir en Bogotá –incluidas las económicas- que en nada descartaba la posibilidad de regresar a Casanare.
Pero con el tiempo fui descubriendo la magia y grandiosidad de Bogotá –incluso para sobrevivir repartí en Chapinero volantes de cursos para mecánico dental- entendiendo que su naturaleza es la de un león dormido, al que si no lo molestas ni lo desafías, tan salvaje animal no te hace nada, y al contrario si lo admiras, lo respetas, lo consientes, puedes disfrutar de su diversos encantos:
Una buena lectura en la biblioteca Luis Ángel Arango –primera en Latinoamérica- recorrer a pie la histórica y emblemática Plaza de Bolívar, o compartir un buen momento con los compañeros de trabajo en “el casi centenario ´Café Pasaje´ de la plazoleta del Rosario, en donde aún retumban las charlas intelectuales en los años cuarenta de hombres con trajes de paño oscuro y sombrero borsalino (…)” [tomado de mi libro de crónicas “A tugurio de ciudad”].
Una eterna discusión con mis paisanos casanareños, es sobre su costumbre de no permanecer más de un día en Bogotá, o en otras palabras casanareño que se respete, llega a la madrugada –con los pies helados- en un bus al Terminal de Transporte, se arregla con premura en uno de los baños públicos, se acomoda su diminuta maleta –con una chaqueta olvidada en el perchero de su rancho- y sale con afán a hacer las diligencias de rigor, como matricular a su hijo en la Universidad, gestionar “recursos” en los Ministerios, visitar a los congresistas del Departamento, asistir a una consulta con una especialista o hacerse exámenes en el económico IDIME –siendo otra de las ventajas de Bogotá- para finalmente en la noche estar “zampao” en un bus –como decimos los casanareños- esperando con impaciencia que el conductor de Los Libertadores, accione el arranque del flamante y gigante motor, que lo saque de una vez por todas y para siempre de esa tortuosa “nevera”, y ocho horas después despertar con el viento cálido del piedemonte en el Puente El Charte, más exactamente entre la vía Aguazul - Yopal.
Esa premura le niega una merecida oportunidad a Bogotá, con el argumento de evitar sus interminables trancones, cuando la ciudad prácticamente ha superado hace veinte años ese problema, por lo que se ha convertido más en un mito o leyenda urbana –no en la realidad- que se ha reforzado porque la actual construcción o mantenimiento de la malla vial –como es lo normal- ha detenido el tráfico fluido de la ciudad; un mito que no se distancia mucho de la errónea percepción colectiva de los colombianos –alimentada por los medios de comunicación- en el sentido de que “Transmilenio” es un constante atracadero, cuando como pasajero de ese servicio –con su fundación a principios de Siglo- nunca he tenido un solo inconveniente en mis eternos y ahora nostálgicos viajes al Congreso –el servicio se presta con relativa tranquilidad- siendo el único tiempo disponible que tengo para no abandonar la fascinante lectura de literatura.
Al retomar mi preciada rutina al amanecer, debo confesar el placer de caminar unas cuantas cuadras en el barrio Parque Central Salitre – antes de abordar la Estación Simón Bolívar de Transmilenio, antes del Campín y sobre la carrera 30- pedir a toda prisa un café hirviendo en la panadería de siempre, acomodarme mucho mejor mi viejo morral y ordenar mentalmente mi día de trabajo en legislativo, bajar con entusiasmo en la Estación Museo del Oro –en la Carrera 7 con Avenida Jiménez- saludar con alegría el antiguo edificio del periódico El Tiempo –una construcción enmarcada en la “modernidad” de los años sesenta, diseñada por el arquitecto italiano Bruno Violi- hacer una leve reverencia al sitio donde fue asesinado Gaitán, y tomar cuesta arriba por la séptima al sur, divisando al fondo el “perfil” de la Catedral Primada de Colombia y un “pedazo” del republicano y neoclásico Capitolio Nacional.
Ese recorrido ha sido testigo de los momentos más felices de mi vida, como también los más difíciles, con mis mejores y no tan buenos momentos, en donde he construido cientos de aciertos y afrontado incontables vicisitudes del trabajo, sintiendo al caminar muchas veces el placer de amar a una mujer, o como cuando en ese mismo recorrido he tomado la decisión –con el dolor del alma- en terminar una relación, siendo aún más emblemático porque en ese camino –mi camino real- tomé la decisión a finales del siglo pasado de no tomar una copa más de licor, que en últimas delineó una personalidad y una experiencia de vida totalmente sobrio, confirmando –dicho sea de paso- que no es necesaria ninguna sustancia etílica o alucinógena para encontrarle sentido a la existencia.
Para regocijo de mis queridos amigos “Petristas” casanareños –que últimamente andan muy “bravos” por mis columnas dominicales sobre las reformas el Gobierno- coincido con el Presidente Petro en el sentido de que el problema de inseguridad urbana es una cuestión de falsa percepción, atribuida por el mandatario a los intereses del “establecimiento” en minimizar o descalificar su política pública de seguridad, porque en ningún momento Bogotá es un “atracadero” en cada una de sus calles, y mucho menos que sea imposible caminar, respirar o sonreír sin riesgos en esta ciudad, por lo que no debe ser un impedimento –como habitante, visitante o turista- para disfrutar de los encantos de este león dormido, que de una u otra manera deja dormitar sin contratiempos a 10 millones de ciudadanos.
Coletilla: Alguna vez le pregunté a Dennis Ortiz –hermana del Gobernador de Casanare César Ortiz Zorro- que era lo que más extrañaba de Bogotá –cuando ella terminó un ciclo laboral en el Congreso- quedando estupefacto cuando sin dudar señaló que le hacía falta el agite de la ciudad, la adrenalina con la que se vive a diario, la sensación de no llegar a tiempo a ninguna parte, y rematar con algo que seguramente es bastante pedagógico para la vanidad femenina:
- Lo que más extraño –me dijo- es maquillarme con premura en un taxi, a toda velocidad, tratando de asistir lo mejor posible a una reunión, y con la molestia que ésta empezó hace 15 minutos, presentando mi documento de identidad en la portería del edificio –con un guardia parsimonioso y sin afanes- en donde un ascensor me lleva de manera lenta y con escalas al piso veinte… me encanta, concluyó ella.
*** Asesor Legislativo – Escritor.