Tu vida personal termina en el borde de tu cama, algunas veces antes, sobre todo si te despiertas con la televisión encendida y te sientas junto a una guitarra empolvada, aún con la pantaloneta puesta si es que duermes con ropa, y la garganta seca si eres fumador o bebiste después de la cena. Intentas desesperadamente asimilar las imágenes en fuga del sueño del que te han arrancado las noticias. Soñabas, por ejemplo, que tu padre era un cura y dirigía un convento de monjas en cuyo patio central eras abandonado por otro cura que venía de afuera. El cura de dentro y el de afuera eran inexplicablemente el mismo. Te abandonaba el que te recogía y te criaba el que no te había criado. El argumento de un sueño se diluye dentro de tu cabeza como el humo en el aire mientras asciende y al final lo único que rescatas, cuando vuelves a él, es el olor a Lucky Strike o a Marlboro de un cigarrillo aplastado contra el cenicero.
La cuestión aquí es que no has llegado a la cocina de tu casa, que se encuentra a quince metros, y ya te han alcanzado sucesos que se encuentran a doscientos, a dos mil, o al otro lado del charco. Un mexicano, por seguir con los ejemplos, se ha quedado atrapado entre las cuchillas de una concertina que divide a Estados Unidos y México como una mosca en la tela de una araña. Mientras el mexicano sufre y se desangra, tú manipulas el grifo del agua y sacas la olla para el café. Las cuestiones políticas se han convertido en un tema de orden personal. No se respetan los círculos concéntricos que conducen de la existencia íntima. No hay progresiones ascendentes o descendentes como las que se logran apreciar en los troncos de los árboles recién cortados. Lo exterior ha llegado al centro de tus intereses y todavía no has empezado a tomarte el primer café.