Para construir una sociedad democrática se necesitan 60 años, así piensan algunos sociólogos, como por ejemplo Ralf Dahrendorf. Cierto sí es que necesita un tiempo para aclimatar, pergeñar y planificar toda la arquitectura necesaria para poner a rodar el mecanismo. Se puede decir que nunca está rematada porque como dice Zuzana Caputová, presidenta de Eslovaquia, “la democracia es un proceso de aprendizaje que nunca se detiene”. El quid del asunto se basa en que funcione lo antes posible para ganar tiempo, y no que se derroche construyendo, por ejemplo, muros que impiden la fluidez. Fueron casi 30 años de estancamiento con el muro de Berlín, construido por el empecinamiento del alemán Walter Ulbricht, rara aleación de estalinismo y prusianismo, pero lo hizo para alborozo de la URSS, así simplemente detuvo la historia de millones de alemanes, destruyó una generación. Un acto horrendo, que se concluyó con la caída del Telón de Acero y dio lugar al poscomunismo, un paso de esperanza y de desafío.
Hace 15 años, los ciudadanos de Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria, lanzaban fuegos artificiales como expresión de regocijo y alegría por su ingreso en la Unión Europea, su sueño desde la caída del muro. Así se puso fin a la Europa de los bloques, que permitía ver materializado el sueño europeo de unidad y consolidado uno de los mercados económicos más fuertes del mundo; cómo no soñar con el progreso, la prosperidad, una nueva vida para los jóvenes y aceptación internacional. Y no fueron un engaño aquellos ofrecimientos, hoy esos países y el llamado grupo de Visegrado (Polonia, Chequia, Eslovaquia, Hungría), sus gentes han mejorado sus niveles de vida, el estatus económico ha crecido, tienen mayor bienestar. Nada que ver con su pasado comunista, aunque todavía están lejos de los estándares promedios europeos. Pero de la alegría se ha pasado al recelo porque sus gobiernos han envenenado las relaciones con la UE. La vieja bestia comunista que alentaba políticas conflictivas, que tenía trazas de haber sido enterrada se ha levantado de nuevo. Dando vida a la doctrina de la reencarnación y solicitando de nuevo sus fueros.
Viktor Orbán, primer ministro de Hungría pasó de oponerse a la ocupación soviética en su país, a decir que “el enemigo no está en Moscú sino en Bruselas”; el presidente polaco Andrzej Duda llama a la UE “un club imaginario del que no sacamos mucho”; Andrej Babis primer ministro de la República Checa, rechaza la migración y adoptar el euro. Ellos, en su afán por adueñarse del poder, han acudido al nacionalismo, que produce enormes ventajas políticas y donde los valores del Este europeo riñen con los de Occidente, en los que ven una amenaza para su estilo de gobernar. En Varsovia y Budapest definen nuevos viejos valores como patria, fe cristiana, familia. Así el nuevo escenario es un pulso interno entre los valores europeos tradicionales y el relato populista que intenta rechazar las normas comunitarias.
Se tiene la impresión de que el choque se produce por los valores indentitarios. Al solicitar su ingreso, adquirían unas obligaciones. El artículo 2 del tratado básico habla de que “La Unión se basa en valores de respeto a la dignidad humana, libertad, igualdad, libertad, Estado de Derecho y a los derechos humanos, incluidos los derechos de las minorías; en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres; valores comunes en los Estados miembros”. Serían bellas palabras y necias si solo se circunscriben al enunciado.
Desde su regreso al poder en 2010 el señor Orban adelanta una labor de desmonte de la democracia y se ha dedicado a construir meticulosamente su idea de ‘estado iliberal’, que ve en la democracia liberal un peligro y un obstáculo a su concepción de cómo debe ser la sociedad. Su propósito principal es reescribir la historia de Hungría, borrar el pasado, hacer desaparecer los pasajes comunistas, denigrar de la clase política por haber sido cobardes. Él abomina repetirla, la historia es una pesadilla y a partir de él será distinta y su figura enaltecida. La vida cobrará sentido. Para lograrlo debe revisar la Constitución de Hungría, cambiar las leyes electorales para favorecer a su partido, Fidesz, compuesto de hombres que aman su nación, y barrer toda la basura que alberga el poder judicial. Los tribunales están repletos de antiguos asociados del primer ministro, se cuidan mucho de no ir en contra de sus intereses. Poco a poco ha ido copando la administración estatal de leales a él y Fidesz se ha convertido en el único partido del país. Los institutos y museos que custodian y estudian la historia de Hungría en el siglo XX han pasado a ser controlados directamente por el Gobierno.
Su giro autoritario es evidente y cada vez se acerca más a Moscú y Pekín.
Márton Gergely es el editor jefe de HVG, el semanario independiente más grande de Hungría, entrevistado por el diario alemán Süddeutsche, el 21 septiembre, cuenta que “a finales de 2018, el gobierno fundó Kesma, una fundación de prensa, los oligarcas que rodean a Orbán le han dado a Kesma todos sus periódicos”. La Fundación tiene 477 títulos diferentes, los periódicos que no les convienen los compran y luego los descontinúan. Copan prensa, estaciones de televisión y de radio. El grupo Reporteros sin Fronteras ubica a Hungría entre los países donde se ha desplomado el Índice Mundial de Libertad de Prensa.
Gergely dice: “Estamos sin oxígeno, como si estuviéramos en la zona de la muerte, por encima de los 8.000 metros. Si ya no podemos llegar a ninguna fuente y no tenemos más dinero, si la información carece de consecuencias, porque el poder judicial se volvió inmune a ella y la fiscalía ha sido subordinada al gobierno, entonces, ¿sirve mi trabajo para algo?”. Todas las noticias sobre Orban se difunden a través de Facebook, donde tiene la mayor cantidad de seguidores. La única fuente para la prensa es Facebook. La mitad de la población cree todo lo que dice Orbán.
Evidentemente al mandatario húngaro el artículo 2 de la UE le trae sin cuidado, porque su obsesión, si miramos los hechos, es un sistema centrado en un hombre fuerte y su partido único, el Fidesz. Eran los valores exportados por el comunismo allí donde se implantó. En este sentido es coherente porque ya ha dicho varias veces que Rusia es su modelo de estado y siente especial simpatía por Vladimir Putin y este le ha dicho que “Hungría es uno de los socios clave” de Rusia en Europa, cuando se reunieron en el Kremlin en septiembre de 2018. La teoría de Putin sobre el fin del liberalismo y considerarlo como “una ideología obsoleta” (entrevista Financial Times, junio 2019), refuerza el estado iliberal de Orban. La estrategia de Orbán en su acercamiento al Kremlin —condena las sanciones de la UE a Rusia por la invasión de Ucrania— se da en vista de sus disgustos con la UE, que lo tiene en el punto de mira por sus acciones autoritarias y le podría quitar a Budapest el derecho a voto en el Consejo por violar valores básicos de la UE.
Hungría hace parte de un vecindario problemático que incluye a Rumanía y Bulgaria, los tres antiguos miembros del Pacto de Varsovia y hoy orgullosos socios de la UE y miembros de la OTAN. Este trío es considerado el más corrupto de la Unión Europea por el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Entramos en la corrupción que azota al poscomunismo del este y el flagelo más grave a combatir por la UE. Construir un sistema democrático tarda 60 años, como dijimos. Depende de los países disminuir los plazos para acabar lo más pronto posible la terrible herida de las desigualdades. Corrupción es alargar hasta la desesperación aplicar justicia, sucede a la luz del día, delante de las sociedades globalizadas. Es patético, el presidente rumano, Klaus Iohannis, elegido en noviembre de 2014, ha estado indefenso durante mucho tiempo, mientras que el partido gobernante, PSD ha demolido el Estado de derecho. El político más poderoso de Rumania, Liviu Dragnea líder del PSD y primer ministro de facto fue encarcelado en mayo último por malversación de fondos. Un tribunal de Bucarest dictó el jueves 20 de septiembre que Traian Basescu, expresidente de Rumanía entre 2004 y 2014, y actualmente eurodiputado, fue informante de la policía secreta comunista, la temida Securitate. Denunciaba en los años 70 actividades prohibidas por el régimen comunista, como la intención de viajar al extranjero.
Todo el que lucha contra el mal infinito y eterno de la corrupción es defenestrado, como le sucedió a la exjefa anticorrupción de Rumania, Laura Codruta Kövesi, que supervisó el enjuiciamiento de miles de políticos corruptos, antes de que el gobierno rumano la obligara a abandonar el trabajo en julio de 2018, por orden del partido de Dragnea. Laura conoce al detalle cómo es la corrupción poscomunista en Europa del Este, por este motivo la UE a través del Coreper, el órgano ejecutivo del Consejo Europeo, la nombró el 19 de septiembre, como la primera jefa de la recién creada Fiscalía de la UE. Los socialdemócratas rumanos, PSD usaron todas sus artimañas para evitar el nombramiento de la que consideran su mayor enemiga.
Desde la Revolución de Terciopelo que puso fin al régimen autoritario prosoviético en 1989, Praga no había visto una manifestación de protesta tan numerosa, 250.000 personas que exigían la dimisión del presidente de la República Checa, Andrej Babis, el 26 de julio de 2019. El magnate agroindustrial Babis, uno de los hombres más ricos del país centroeuropeo, es investigado por haberse beneficiado de 2 millones de euros de un programa europeo de pymes, cantidad que ya se ha devuelto a Bruselas tras un requerimiento de la Oficina Antifraude (OLAF). Babis, presidente de Chequia desde el 6 de diciembre de 2017, siendo práctico decidió adoptar como señuelo de sus prácticas políticas los lineamientos populistas, es antipolítico, una de sus insignias es combatir la corrupción —los populistas del mundo entero son los nuevos superman que van a destruir el mal corrupto—, antiinmigrante que lo alía con Polonia y Hungría, en choque con la UE por los valores democráticos, los tres países desafían la unidad del bloque. En Chequia dicen que con Babis el país se dirige de nuevo hacia el Este, ya que desde la Revolución el partido comunista no participaba del poder. El comunismo apoyó a Babis para superar una moción de censura en su contra por fraude, tras la votación del Parlamento, en diciembre de 2018.
Flota en el ambiente de la eurozona si la admisión de estos países poscomunistas fue un paso en falso que nunca se debió producir. Una mirada superficial puede sugerir que las dificultades, los problemas, especialmente su posicionamiento que procura alejarse de los valores comunes para los 27 países miembros, son mucho más grandes que las ventajas y los aportes que puedan adelantar al proyecto común. Un aspecto que sí se debe sopesar es que el Este europeo estuvo muchas décadas bajo la influencia de la órbita soviética. En su ADN el comunismo dejó una señal profunda, no irreversible ya que no fue un proceso natural sino algo impuesto por la fuerza de las armas. Las huellas que dejaron las trágicas invasiones de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968 marcaron la historia de la Europa comunista y despejó las dudas acerca de la naturaleza coercitiva y de ultranza nacida con los bolcheviques, se aplastó la libertad, el pluralismo, el más pequeño atisbo de soberanía o voluntad nacional fue pisoteado por los tanques, la vida humana quedó desvalorizada por un régimen que no aceptaba nada distinto a la ortodoxia de Moscú. Este interregno de la Historia, que no es el más triste de la historia de la humanidad, porque a esa historia que suele caminar acongojada, la ha golpeado y violentado miles de veces, la crueldad humana que jamás aprende de sus errores, al contrario, a medida que avanza perfecciona sus tácticas para provocar cada vez más mayor dolor, es una pesadilla que solo trajo sombras a esas sociedades que la padecieron.
Por decirlo de alguna manera, ese ADN comunista fue superpuesto al ADN original, que está muy bien recogido en ese artículo 2, que es todo un programa para ser implementado a largo plazo, pero que tiene una función muy específica y grandiosa: el respeto de la dignidad humana, que es el valor supremo, y el acercamiento a ese anhelo que habita en todos los pueblos de encontrar la joya más esquiva, la justicia. Es decir, el ADN del humanismo que surgió en el Renacimiento, por poner una fecha de referencia, y no referirnos a los aportes de los filósofos de la Edad Media. Pero el rígido y feroz sistema fue acompañado por la implantación de la Nomenklatura: los hombres que debían supervisar que la doctrina fuera acatado y seguida estrictamente. Eran hombres —europeos orientales— devotos en perseguir la liturgia impuesta por el Partido Comunista de la Unión Soviética. Eran los mandamases del régimen a los que se les premiaba fundamentalmente su lealtad al régimen con promociones a los cargos del poder.
Como es bien sabido, para no perderse por entre las ramas con toda esa cosa de las teorías del barón de Montesquieu, la Revolución de 1917 se circunscribió a una idea sencilla, simple y fácil: el partido único, bajo su férula tenía el control absoluto de la administración, la prensa, el sistema económico, el ejército, las tasas de natalidad, de mortalidad y lo que fuera. Esta teoría no es cosa del pasado, los dos emperadores del mundo actual sueñan con ella, el líder chino Xi Jinping, tan pronto fue reelegido en 2018, adoptó las directrices del partido único soviético para China, y así conseguir el dominio absoluto. El partido trumpista libra en la América de las libertades una gran pelea por asumir el control total, y resulta bastante misterioso que en el fondo de semejante entuerto sobrevuele el moscardón de Moscú; ¿se opondrá a sus anhelos el impeachment que Nancy Pelosi lanzó el 24 de septiembre?
Por supuesto, pero sin hablar de ello, el poscomunismo del este a lo que se aferra es a la nomenklatura, aún operativa en el subconsciente de algunos líderes. Andrej Babis, Viktor Orbán, el hombre fuerte de Polonia Jaroslaw Kaczynski, y el PSD rumano, hacia donde se dirigen es a detentar el poder sin rivales que les hagan sombra. Hoy no hablaríamos de ‘repúblicas populares’ como en la era Brezhnev, sino de ‘repúblicas populistas’ en la era de Trump. Todos ellos mamaron la leche que les dio el régimen soviético. El padre de Babis era alto funcionario del partido comunista. Hasta la misma Angela Merkel, pero ella se apartó rápidamente cuando vio que el Muro caía, ya que tenía a la República Federal a la mano. A Orbán que, en 1989 era un mozalbete de 26 años, con trucos y toda clase de eventos culturales, tratan de convertirlo en el único protagonista de aquel evento.
Entonces, en medio de esta turbulencia, se produce un acercamiento a unos principios del Este, alejándose de la propuesta de Occidente, esgrimiendo una postura de derecha nacionalista como gran justificante. ¿Por qué anhelar algo que fue muy tóxico en su momento? ¿Es imposible olvidar del todo tantos momentos dolorosos, como para tener la impudicia de recaer en ellos, solo por nutrirse de ese apetito insaciable que es el poder? O sencillamente ¿nunca se interrumpieron esos vasos comunicantes, o no se encontró el momento oportuno para hacerlo, en vista de la dinámica con que los hechos comenzaron a desarrollarse? Algunos teóricos mencionan el hecho de que después de 1990 los Estados en transformación del Este pasaron, directa y bruscamente, del comunismo al neoliberalismo, sin que hubiera transcurrido una etapa de logros socialdemócratas; así lo cree Piotr Buras. No tuvieron el estado de bienestar y unos sindicatos estatuidos, como fue el caso de los europeos occidentales en los años de posguerra. Se salió del colapso de Gorbachov para llegar abruptamente a una economía donde el estado poco y nada tenía que decir, según lo estableció Ronald Reagan, y era el libre mercado el que imponía sus parámetros. Pasaron directamente del Renault 4 al Fórmula 1 de Alain Prost.
Esto puso su sello en la Europa oriental, agitada por vientos que van de uno a otro lado, como buscando sus raíces al estilo Kunta Kinte. Ahí tenemos el caso de los gemelos Kaczynski en Polonia, Jaroslaw y Lech, nacidos en 1949 cuando ya había transcurrido la escabechina de la Segunda Guerra. Crecieron en Varsovia oyendo en su hogar historias de la época, la aniquilación, la resistencia, la supervivencia. Un Ejército Rojo ferozmente avasallador. Escuchaban tanta crueldad que ambos se convirtieron en partidarios de la pena de muerte. Es el cuadro clínico preciso para introducir traumas mentales y depresiones de no fácil curación. Vivieron todas las categorías de la represión: el desprecio comunista por la justicia, la omnipresencia de las mentiras —Ceausescu manipulando termómetros en invierno—, la descomposición, el asesinato —uno se imagina a Nureyev escapando raudo y angustiado del KGB— moldearon su juventud.
Jaroslaw siempre va a contar algo que es impactante. Está convencido que el derrocamiento de los comunistas en 1989 fue un fraude; en verdad, el poder solo cambió de disfraz: las élites de la nomenklatura siguen dirigiendo la economía, los partidos y el poder judicial polacos. Sobre Europa dice que cuando oye hablar de “solidaridad en la UE, en realidad lo que se busca es camuflar la hegemonía alemana, y el estado de derecho es una simple comedia de los opresores”, dice en diciembre de 2017, en faz.net. La política la define como el reino del engaño. Jaroslaw tiene fama de “dureza”. Lech fue “amable”, presidente de la República de Polonia desde 2005 hasta su muerte en accidente aéreo en 2010.
En 2013, Richard von Weizsäker, expresidente alemán, en un reportaje al diario Süddeutsche, habla de que para los alemanes “sigue pendiente la tarea de pensar en una política europea común en la parte oriental de Europa”. De ahí el dolor de Jaroslaw que tiene unas raíces históricas antiguas. Las heridas no se cierran, 80 años después, todavía Polonia exige indemnizaciones a Alemania por la invasión de 1939 y la ocupación nazi entre 1939 y 1945. Pide 850 mil millones de dólares actuales. Alemania a través de Ulrike Demmer, portavoz de Berlín, dice que considera el caso “cerrado jurídica y políticamente”. El pasado 1 de septiembre, hubo un acto histórico inédito: en Varsovia se realizó un encuentro entre autoridades de los dos países, para recordar los 80 años de la invasión de Hitler a Polonia, el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, pidió perdón a Polonia por lo que calificó de “tiranía alemana”.
Además de su karma pasado, Polonia libra una gran disputa con la UE, porque el partido Ley y Justicia de Kaczynski, está encaminado a apoderarse de todos los resortes del poder. Piensa muy convencido de ello, según la opinión pública polaca, que el poder del gobierno debería ser ilimitado. En el interior del país hay un forcejeo intenso entre el poder judicial y el Ejecutivo polaco, Kaczynski quiere sustituir un tercio de los jueces. Está a punto de desterrar a la oposición y a su enemigo Donald Tusk. Las próximas elecciones legislativas polacas de octubre darán su dictamen de hacia dónde va el país. La propaganda oficial presenta a la UE como el Boogeyman. PiS de Kaczynski avanza en la estrategia infalible de concentración de medios. ¿Hay o no hay libertad para votar en conciencia y aceptar el juicio de las urnas, en la tierra de Juan Pablo II?
Nunca la Unión Europea se equivocó aceptando a los estados de la Europa de raigambre comunista. Ellos hacen parte de la historia comunitaria de siempre. Forman idéntico patrimonio cultural, el sustrato es el mismo. Los líderes de las democracias excomunistas deberían abrir sus oídos a los reclamos de sus pueblos, que ven odiosos vestigios de un pasado reciente que quieren dejar definitivamente atrás. En las revueltas de Saint-Germain-des-Prés en el París de 1968 se protestaba por un orden caduco y en Alemania los baby boomers estaban hasta la coronilla de que, todavía en 1968, muchos jerarcas nazis aún siguieran en el poder. Esto mismo pasa hoy en los países poscomunistas y están empachados con la corrupción.
Desde agosto de 2018 hay protestas en la Plaza de la Victoria de Bucarest. Ion Caramitru, director del Teatro Nacional de Bucarest, participó en la revolución de 1989-, asiste a las protestas: “Me produce asco ver —dice a la Deutsche Welle— como los gobernantes de hoy cambian las leyes arbitrariamente. Esto no es nuevo, es la continuación sin escrúpulos de las prácticas bajo el comunismo”. Las protestas se suceden en Budapest, Praga. Los países del Visegrado son básicos para la construcción de una Europa de futuro cuyo pasado no se puede ignorar. Su visión enriquece el debate, sus posturas dignas de ser escuchadas. Orbán es pro-Putin, Kaczynski es anti-recontra-Putin, Andrej Babis es partidario del eje Praga-Bratislava y rechaza el eje Varsovia-Budapest. Todos tienen su sensibilidad propia, carecen de un patrón común. Las protestas de Eslovaquia fructificaron en romper la cadena de corrupción, larga y enmarañada, desde el 15 de junio de 2019, una abogada de 46 años asumió la presidencia del país. La elección de Zuzana Caputová demostró que en Europa del Este se pueden ganar elecciones: Sin el nacionalismo ni el discurso del odio. Ella tiene claro que la edificación de la democracia no es de años. Es día tras día que se debe acercar al tríptico de la Revolución Francesa: Libertad, igualdad y fraternidad, adjuntándoles la preocupación actual: sostenibilidad ambiental.