Debe ser muy triste la historia de un país acostumbrado y alienado en cierto sentido a la guerra; esta es la historia de mi Colombia, de nuestra Colombia, marcada desde sus inicios como Estado moderno, por el fallido intento (como aquella vieja canción de rock sobre el desamor) de democracia, una democracia sostenida en base de la guerra. Un Estado fallido, o por lo menos, como casi llegamos a serlo, por culpa de actores armados ajenos al Estado, pero que también tenían población y soberanía de sus territorios.
No hubo tiempo para la tristeza es un claro ejemplo de lo que sucedió por más de 50 años en este país, un ejemplo de cómo la guerra entre distintos bandos perpetuaba el sufrimiento de las poblaciones civiles que quedaban en medio de sus disputas irreconciliables.
Los distintos grupos armados en su afán por imponer sus banderas políticas en principio o por su lucha por el monopolio del narcotráfico en el clímax de la sevicia de un conflicto armado dejaban ruinas y dolor en las comunidades por donde pasaban.
Es de suma importancia el derecho a ejercer memoria del porqué de nuestro conflicto armado; de cómo funcionó la tragedia de la guerra y de cómo aún quedan vestigios de su funcionamiento.
La incorrecta distribución de tierras, la falta de voluntad política para hacer cumplir la función social de la propiedad privada, la negativa a la pluralidad en la participación política, la falta de garantías a sus derechos civiles, políticos y culturales, contribuyeron a la creación de uno de los bandos en este conflicto armado.
Así mismo, paradójicamente, el surgimiento del anterior fue una de las principales razones que motivaron la creación del segundo bando y quizás más insano, de toda nuestra violenta historia; grupo que se abanderó de la recuperación de la seguridad para delinquir a diestra y siniestra.
En concreto les hablo de las guerrillas campesinas y de las autodefensas, respectivamente, quienes en su lucha por la legitimación de sus acciones dejaban a la población civil (en algunos casos con colaboración del estado) en medio de un fuego cruzado digno que una película “hollywoodense”.
Por otro lado, como si las desgracias de las guerrillas y paramilitares fuesen poco, a la historia del país con la democracia más antigua de América Latina le hace falta un ingrediente.
Podríamos decir que un Estado de Derecho para las décadas de los sesentas o de los setentas no estaba preparado para un conflicto de esta magnitud, por lo cual se hizo necesario desde los ochentas constituir un modelo de estado diferente, un modelo de estado incluyente.
Para 1991, se habló de un Estado Social de Derecho, y quizás para los siguientes 4 gobiernos a esta Constitución lo que se entiende como un Estado Social de Derecho fue contrario al de dignificar la vida humana, sino de degradarla hasta el punto de contar como un número más en una estadística, que como una vida humana.
Al Estado poco o nada le llegó a importar las poblaciones civiles que quedaban en medio de donde existían grupos armados ilegales al margen de ley y se disputaban un control territorial, tal como si fueran estados internos, defendiendo su soberanía territorial.
Por eso es que para los primeros años del nuevo milenio se rumoró a Colombia como un Estado fallido frente a la comunidad internacional.
No obstante, en algún momento alguien debió abanderarse de la seguridad de la población, pero para mala suerte de quienes habitamos este “pedazo de tierra” como lo dijo Jaime Garzón (una víctima más), esa apuesta política por la seguridad pronto se convertiría en un problema de graves violaciones de derechos humanos o violaciones a las libertades personales como la comunicación y vida privada, entre otras formas de golpear la dignidad humana.
Todos estos infortunios por los que hemos tenido que atravesar los colombianos nos han traído a un proceso de paz, que más que entrar en el debate de qué tan correcto o incorrecto es, debemos pues de abonarle que las víctimas ahora puedan ser visibles, y que ahora que los enfrentamientos y las bombas se han silenciado se puede oír el clamor de las víctimas.
Pero me atrevería tajantemente a lanzar una afirmación como que aun existan vestigios de este cólera llamado guerra y que de no existir compromiso y voluntad política para implementar un verdadero Estado Social (y humano) de Derecho para garantizarle derechos mínimos como el derecho a la vida, a líderes sociales y campesinos, lo que hoy llamamos paz, empezaría a temblar fuerte y gravemente.
“Que se silencien las armas, se escuche a las víctimas y se construya sociedad a base de la dignidad humana”.
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Este texto está dedicado al mejor documental de historia colombiana: No hubo tiempo para la tristeza.