La teatralidad hace parte del ejercicio de la política al punto de que se registran acciones de histrionismo gubernamental asociados al ejercicio del poder desde por lo menos el rey de babilonia Hammurabi, quien se hizo inmortalizar en no pocas piezas de piedra y barro ostentando finos trajes y encabezando feroces guerras, mismas que le permitió extender su poder en su momento por todo el territorio que se conoce como la cuna de la civilización.
Desde esos lejanos tiempos hasta nuestros días parece ser que las prácticas de representación y el arsenal de “mensajes” simbólicos que los políticos exhiben buscando realzar su imagen o incrementar su talante empático y asertivo no solo se han trasformado por obvias razones, sino que han perdido su contenido ceremonial, electrizante, de elegancia y convocatoria entre las masas, o por lo menos puede pensarse así tomando como referencia el caso colombiano y otros muchos ejemplos del continente americano, desde las muecas patéticas de Trump en tarima, pasando por los desplantes inquietantes de Bukele en El Salvador y los números circenses de Maduro o Duque.
Políticos de toda laya imitan esa fórmula para hacerse populares, aunque a la hora de la verdad el patetismo de muchos de esos performances resulte contraproducente frente al efecto que se busca causar. Tal vez la velocidad a la que se propaga la información es el principal enemigo de ese rey que ahora nunca deja de mostrar sus desnudeces. Al fin y al cabo, en la antigüedad el margen de edición para la información proveniente de los nobles actos del gobernante era casi infinita, pero ahora, como en una cuerda floja de acierto y equivocación, los gobernantes hacen su número inducidos por un enjambre de coequiperos quienes preparan el guion de lo que ha de pasar cuando el jefe se “exponga” (interesante palabra en ese contexto) a los medios.
Sin embargo, el problema se agrava, y de qué manera, con casos como el de Duque, quien ejerce su mandato desde una lamentable condición caracterizada por la falta de autonomía, es decir, necesariamente sus actos de gobierno son libretos establecidos de antemano, no sea que el patrón se moleste. La otra cara de la moneda de esa incómoda circunstancia la padecemos constantemente aquellos quienes soportamos mal la llamada “pena ajena”, cuando después de un error pueril una persona que ostenta un cargo público tan importante, no tiene la sensatez o el sentido de ridículo suficientes como para ofrecer excusas o disculparse de inmediato por la equivocación.
No es comprensible, por ejemplo, que en medio de un solemne acto fúnebre, la pedestre conjugación del verbo querer cambiada por “querí” no haya merecido un simple “perdón… quise”, o que en medio de una perorata sobre la importancia de estornudar en la parte interna del codo, el presidente haya hecho todo lo contrario, dado que respondió con otro falso estornudo esta vez sí del modo como estaba recomendado. Por no hablar de las decenas de escenas de bufón mal entrenado a las que asistimos de tanto en tanto.
Todo esto sería chistoso si no significara la obvia precariedad del ejercicio de poder en un país que atraviesa no solo el drama de la pandemia, sino de un sinfín de problemáticas como la violencia desenfrenada en las regiones, el exterminio de los líderes sociales, la fuerte caída del ingreso medio de la gran mayoría de la población dejándola a merced del hambre y el abandono, y en general la sistemática violación de los derechos humanos.