Cinco ferias de arte en Bogotá, cada una con sus propias apuestas y objetivos, integradas cada una a su manera a la vida de la ciudad y a los mercados y circuitos del arte es, por sí mismo, todo un logro cultural.
Más allá de las críticas —completamente legítimas y necesarias— que se le puedan hacer a ArtBo, Odeón, la Feria del Millón, Sincronía y Barcú, por cuenta de sus criterios particulares de funcionamiento, es importantevalorar los efectos de conjunto que aportan para el país y la región.
Ignoro las cifras de transacciones comerciales, público asistente, alianzas y convenios gestionados, actividad hotelera y todos los indicadores de impacto asociados a esta semana del arte, pero la sola coincidencia de diversos propósitos resulta loable y digna de fortalecer.
La competencia entre ferias estimula a los gestores a mejorar la calidad y a tomar riesgos, e incluso da una oportunidad táctica a quienes tienen posiciones críticas, “contrahegemónicas”, “subalternas”, “resistentes” o simplemente distintas a lo que ofrece el mercado del arte convocado en Bogotá por estos días, para plantear sus desafíos y resaltar sus diferencias.
Para un circuito del arte siempre en riesgo de autocomplacencia, mutuo elogio y endogamia, es sano que en una sola semana los artistas, los curadores, las galerías, los gestores y los coleccionistas, puedan destapar sus cartas y jugarlas. Además, la mirada internacional y la creciente participación de un público no formado en el arte, aporta un elemento de extrañeza que es muy útil para criticarnos mejor.
No quiero entrar a valorar estética ni críticamente lo que representa esta concurrencia de voluntades. No tengo la información necesaria para hacerlo, ni es el propósito de este espacio de opinión.
Sí quiero resaltar, en cambio, que cada vez me impresiona más el modo en que los privados estimulan, enriquecen y provocan la vida cultural en Colombia, mientras que el sector público se contenta —en el mejor de los casos— con “apoyar” iniciativas que parece incapaz de concebir.
Para bien y para mal, para lo mejor y para lo peor, hay que reconocerle a las empresas privadas y a muchos grupos ciudadanos de autogestión, la osadía de apostar por el arte sin esperar nada del Estado.
Pese a esto, sigue siendo importante analizar y estudiar los modos en que el Estado y la clase política han definido la historia del arte en Colombia. No sé nada sobre este tema en particular, pero me gustaría compartir una anécdota.
Mientras recorría las ferias y como era de esperar, me encontré con gran parte de la fauna política colombiana. El arte, ya lo sabemos, es motivo también para que el poder se regodee en su virilidad. Los políticos aman el ornamento y no desaprovechan ninguna ocasión para reafirmar su estatus. Muchos de ellos son, incluso, reconocidos coleccionistas y mecenas.
Viéndolos allí, me preguntaba cómo pueden vivir con tanta comodidad un espacio que —al menos por el modo en que muchos artistas conciben el arte— debería resultarles insoportable.
En particular, me crucé con cierto abogado conservador cuya riqueza se ha multiplicado en gran medida gracias a sus contratos con el Estado. Y, mientras lo veía comprar alguna obra, me preguntaba qué porcentaje de mis impuestos hacían posible que él forjara su propia sensibilidad y “apoyara” la carrera de algún artista. Pero más allá del shopping, pensaba cómo su moral conservadora sobrellevaba el hecho de participar de un espacio plagado de arte y de artistas. Y claro, hay arte conservador e incluso fascista, pero es casi imposible que en ferias tan diversas uno no se tope con una pizca de arte insoportable. Sin embargo, el señor político se veía apacible, sonriente y casi contento.
Y bueno, se me ocurrió que tal vez la política consiste en una práctica sistemática de desconocimiento y que, de repente, allí radica en gran medida su poder. Y que la sonrisa de ese político sensible podía ser el resultado, no de una particular experiencia estética, sino de una útil y calculada ignorancia.
Ojalá el próximo año tengamos ferias aún mejores para cruzarnos de nuevo.