La manera de contarme la historia, de no sentirse rendida ni vencida frente a la adversidad y de superar el dolor colectivo, me hizo realizar una valoración moral diferente sobre la muerte y la vida de quienes han sacralizado el crimen pero se encuentran lejos de humanizar la política.
Doña Camila, nombre amablemente conocido entre los afrodescendientes de la región, me dio una lección antropológica de cómo su mente hizo tránsito a una subjetividad que le hizo perder el miedo cuando los grupos armados pasaban frente de su casa; me contó que en horas de la mañana pasaban los guerrilleros, en horas de la tarde pasaban los militares y en horas de la noche los paramilitares. Si eso ocurría, dijo, “los muertos vamos a ser nosotros”.
Pude observar que ella no sintió ninguna consternación; salir huyendo, no fue opción alguna, además, había vivido cincuenta años sembrando y cosechando alimentos de pan coger para mantener y educar a sus hijos, había sido, además, docente.
Mire, la ciudad distorsiona la vida. “Aquí todavía hay muertos, pero no tantos como en las épocas tenebrosas de los uniformados, recuerdo que, en ese entonces, no se enterraban los cadáveres, ni siquiera teníamos tiempo para celebrar oficios religiosos, el agua, el sol y el viento eran los sepultureros, luego llegaba una bruja, así como lo escucha, una bruja, no se asuste, recogía los cráneos, como si fueran bolas adivinatorias, para predecir la suerte de quienes quedaban vivos y la comunidad se desplazaba paulatinamente.
De esto hace como veinte años, tal vez menos, el tiempo conspira contra mi memoria, en ese entonces sabíamos que le había advertido a todas las autoridades del Estado la ocurrencia del exterminio de la comunidad, dormíamos tranquilos, por eso mismo nos extrañó cuando llegó la guerra, reunió a la comunidad en la escuela y nos dijo con acento fúnebre que traía una ráfaga de balas ocultas en sudarios para alojarlas en los cuerpos de los vecinos, salimos del recinto pensativos, pero no pensábamos que la situación era desconsoladora.
Mirábamos el conflicto bélico por las noches en el único televisor que tenía el dueño de la tienda”.
Doña Camila, déjeme decirle que usted posee un espíritu fuerte, tengo la sensación que fue una lideresa de la comunidad.
“Lideresa, tal vez no, pero empecé a hablarles a las gentes de derechos humanos, porque una vez me contó un vecino que vivió en Monteloro, Corregimiento de Tuluá, que cuando bajaban en la Chiva al mercado hombres armados detuvieron el carro y llamaron a lista a los pasajeros utilizando un computador portátil; a quienes contestaron los hicieron descender y los degollaron en presencia de todos, eran miembros de una sola familia. El papá de ellos dijo después para un periódico nacional: “Yo no sabían que de ese aparatico salía la muerte”, lo que me hizo recordar una frase surrealista de un campesino de Catatumbo: “Los muertos fuimos veinte”.
¿Dónde estaba el derecho a la vida? Vivíamos mejor cuando éramos esclavos, usted sabe que cuando los barcos llegaban a Buenaventura traían a nuestros ascendientes sujetados y regresaban cargados de cacao y minerales. Pienso que hoy los barcos regresan no al África sino a Europa con oro.
Qué ironía, la desprotección era absoluta y la miseria absoluta, como ahora en el siglo XXI, en esa época por lo menos teníamos la vida.
Me contaba mi abuela que hubo tiempos en que no llovía, la sed era indolente y en un enfrentamiento hubo tantos muertos que quienes que quedaron vivos se bebieron la sangre de las víctimas.
Ahora, después de sesenta años, nos han dado beber una copa de huesos y nos han dicho que es vino añejo, mientras en las veredas los campesinos y los indígenas siguen caminando con la sed a cuestas. La guerra no ha terminado y la sangre ha vuelto a ser agua en los labios de la gente.
Sospecho que desea preguntarme si deseo emigrar. Debo decirle que no lo he pensado desde una mañana en que la muerte llegó al mercado de la vereda con sus trastos viejos, todos salimos a observarla y nos quedamos estupefactos cuando descargó su servidumbre de muertos; recuerdo que una hechicera nos dijo que el día del desplazamiento masivo sería cuando una banda de murciélagos llegara al Naya y, en efecto, en un verano llegó la banda, pero nadie se alarmó porque los sabios del gobierno habían manifestado que los mamíferos solo tenían la misión de enseñarles a volar a los pájaros, sin embargo, por ahora solo han salido tres mil personas, las motosierras aún se sienten”.