El placer del fisgón. Sobre la importancia de la curiosidad

El placer del fisgón. Sobre la importancia de la curiosidad

Por: Fabio Enrique Ramirez Espitia
julio 19, 2013
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El placer del fisgón. Sobre la importancia de la curiosidad

Subíamos a un peñasco irregular que tenía forma de cubio. El “muro”, le decíamos. Encaramados en el muro nos sentíamos dioses, pues a través de una rendija oxidada se alcanzaba a ver la regadera que daba al solar de mi casa. Allá -ahora entiendo por qué- se bañaba la mujer más hermosa de la Inspección de Policía. Llegaba con un candor indescifrable y cruzaba algunas risas con la gente que estuviera en la casa. Nosotros simulábamos jugar fútbol o treparnos a los palos de Chirimoya. Pero apenas entraba al baño, preparábamos la emboscada: sigilosamente subíamos al muro, separando el pasto silvestre con nuestras manos y callando al que importunara con cualquier mínimo ruido. Empezaba entonces a hervirnos la sangre de la emoción: ahí estaba el cuerpo glorioso de una mujer desnuda. De una mujer bella. Así fueron nuestras primeras lecciones de anatomía.

Como el asombro era irrefrenable y la curiosidad hacía querer ver más y más, alguno de nosotros estiraba tanto el hocico que terminaba por delatarse. Apenas se percataba, ella, que brillaba por el agua en su cuerpo, nos mandaba tremendo baldado de agua hirviendo, no sin antes taparse lo que alcanzaba de su cuerpo (que no era bastante, para regocijo nuestro) y espetarnos:

-¡Hey! ¡Qué les pasa chinos maricas!

Había heridos, claro, claro. Pero esas heridas no producían dolor sino orgullo y alegría. Así que el que tuviera más rasguños o quemaduras era el que había visto más, era, carajo, el jefe de la manada, el chacho del pueblo.

De igual modo eran las faenas escolares. Como mi curiosidad por el sexo opuesto no daba tregua me convertí en un excelente acróbata. Durante las clases me escurría como una lombriz o como un viejo al que la columna ya le fallaba sólo para ver si Carolina -así se llamaba- llevaba “cucos” (cómo me encanta esa palabra) rosados o amarillos. Con el rabillo del ojo lo lograba en parte, hasta que la niña en cuestión cerraba rápidamente las piernas y me lanzaba una mirada de los mil demonios. En el recreo a veces era necesario levantar rápidamente la falda de la compañera para comprobar la misma inquietud existencial, después, salir a correr como loco en corrida de toros pues la represalia mujeril era realmente temible.

Cuando llegaba a la casa me llenaba de un mareo exquisito de haber contemplado lo maravilloso y lo prohibido. Soñaba con las niñas que me gustaban y soñaba con sus cucos multicolores. Era inocencia y era picardía. Y era feliz.
Durante un tiempo intentaron hacerme sentir vergüenza por eso. Y lo lograron, en parte. Pero unos cuantos años más tarde me di cuenta de lo maravilloso de esas experiencias, pues gracias a eso entendí la importancia del trabajo en equipo, abracé la belleza femenina y sobre todo: sentí el veneno exquisito de la curiosidad.
Hace unos años, cuando yo llegaba a la adolescencia y ella ya era una mujer hecha (aunque no sé si derecha), me encontré de nuevo a aquella muchacha que espiábamos en la regadera.
-A usted sí que le gustaba morbosiarme ¿no?
-Yo, nooo ¿por qué?
-Hágase el guevón, yo siempre los veía atrás, en El muro.
De nada sirvió la moralina mía negándome porque antes de seguir embarrándola inventando excusas, puntualizó:
-Fresco, a mí me encantaba que lo hicieran.

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