¡Ay!, señor Cardenal, párroco del colegio hace 50 años, ¿cómo se atrevió usted a condenar, juzgar y prohibir una de las funciones más naturales en la adolescencia, extensible a la edad adulta?, y de remate la culpabilizó sembrando una zarza llena de espinas en el corazón. Lo que usted no sabe, señor Cardenal, es que con dicho acto también creó, sin quererlo, el gusto por lo prohibido, gracias.
La dopamina del enamoramiento, de la atracción, del reconocerse seductor y seducido es la recompensa por las miradas furtivas de esas curvas que a hombres y mujeres —ellas no lo pueden negar— nos hacen bailar los ojitos y sentir el cosquilleo recorrer la piel de adentro a afuera. Nace desde que las hormonas hacen su triunfal aparición. No cejarán de por vida. Afortunados quienes lo tenemos ya que es el palpitar de la vida.
El cigarrillo, la chocolatina o el traguito a hurtadillas, para no ser descubierto por el cónyuge, no hace sino producir adrenalina, el gozo anticipado. Inicia con el deseo, sigue la cuidadosa planeación del momento para que no quede trunco por cambio de planes, —eso que sería un desastre—, finaliza acompañado de actitud vigilante que proporciona emoción extra, ser pillado o no en flagrante comisión del acto. ¿Cómo puede ser eso malo? Al contrario, es atreverse a sentir la vida.
Delicia, placer casi orgásmico saltarse las prohibiciones médicas. Al fin de cuentas ¿qué saben los médicos sobre el disfrute de la vida?, cuando trabajan de 7 a 7 y más. ¿Cuantas prohibiciones antiguas son rebatidas con el avance de la ciencia?
Quien se cola en la larga fila, quien cruza a mitad de calle, quien no obedece al guarda de seguridad, quien salta una barrera, quien se desnuda en vía pública, todos y cada uno de ellos ven el atractivo de pasar sobre lo prohibido. ¿Somos violadores por naturaleza de la prohibición? No, son muchas las prohibiciones tan lejanas al sentido común que prima este último sobre la primera.
El límite —mi límite— de lo prohibido, de aventurarse a hacer lo prohibido, está en la libertad de sí mismo y de los demás para aplicar el lema medico de primum nil nocere —primero no hacer daño—, el cual también aplico en el resto de la vida. No hacer daño al propio cuerpo, a las emociones, no traicionar valores. No engañar, robar, matar, prima en mi sobre el deseo en ocasiones de hacer lo prohibido. A veces la razón se impone sobre lo emotivo y también de allí saco paz.
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